Iria
(Landoi, Coruña, 26 de septiembre de 1978)
Un
farol alumbra la puerta de la estación. Espera bajo el dintel, de noche, hasta que
llega la chica de la ventanilla. Luego compra el billete hasta Coruña, solo
ida. Frente a la puerta del autobús se forma una breve fila de viajeros. Se
siente inquieta, presa de una rara impaciencia, mientras aguarda la llegada del
conductor. Cuando el hombre aparece los pasajeros desfilan en silencio y, ya
dentro, cada uno se sienta aislado, en un extremo. Ella se coloca más o menos
en medio, junto al pasillo, y agradece que un martes, a esas horas, no suba
nadie conocido. No tiene ganas de inventar. Se arrebuja en su abrigo y saca el
pequeño papel del bolso. Vuelve a mirarlo bajo la débil luz de la lamparilla de
techo. «Rúa de Amestoy, 44». Sabe que no es una nota banal. No se
guarda un pedazo de papel cualquiera bajo el forro de una chaqueta. De todas
formas, no habría rebuscado en la ropa de su marido si no hubiese encontrado aquellas
extracciones en la cartilla. Tampoco habría ido al banco a pedir un extracto de
los últimos movimientos de no haber notado aquel comportamiento extraviado en
él. Las largas ausencias de los sábados, los espesos silencios de las noches…
Saca
del bolso el pequeño espejo con tapa de carey que él le regaló hace años. Tiene
treinta y siete, pero parece algo mayor. El rostro céreo, las patas de gallo
ligeramente dibujadas en la tirante piel. «Tiene a otra». Las palabras corretean por su mente,
como lo haría un niño después de hacer una trastada. Las ahuyenta irritada,
pero la idea vuelve a asomarse muy deprisa. No sabe por qué la imagina atildada
y de belleza adusta. Tal vez porque, de ser así, resultaría, en cierto modo, la
proyección femenina de su propio marido. Ella, en cambio, es tan diferente.
¿Cómo pudo terminar con un conductor de autobús diez años mayor que ella?, se
pregunta en silencio, como ha hecho tantas otras veces. «Porque lo
quieres», se sorprende diciendo en
voz alta, y el pasajero más próximo, un joven de barba rala, muy delgado, se
gira y esboza una fugaz sonrisa.
La
estación de Coruña tiene una luz plomiza en la que vagan apresurados
transeúntes, porteadores, mozos con maletas. Se escabulle entre el gentío y
aprieta el paso para salir al sol de la mañana. ¿Por qué no ha comprado billete
de vuelta?, se pregunta, sintiendo por primera vez un vértigo que la recorre
entera. Camina de forma un tanto atolondrada, hacia el centro de la ciudad, y
entra en el primer cafetín, un local oscuro con viejas mesas alineadas junto al
cristal de la ventana. Pide un café y saca el pequeño papel para acercarlo al
camarero. «¿Tiene idea de por dónde puede quedar esta
dirección?».
Cuando llega a la Rúa de Amestoy, número 44, es casi media tarde. No
imaginaba que la búsqueda podría resultar tan ardua. Ha preguntado, se ha
perdido, ha vuelto a preguntar. Ahora se encuentra ante una tienda en cuya
fachada pone «Duarte» en un gran rótulo con letra itálica. Es una sombrerería. En
el amplio escaparate puede admirarse una elegante colección de sombreros de
variado estilo, de señora y caballero. Permanece un instante plantada ante la
puerta, como si en el fondo no quisiera entrar, pero al final accede y nada más
hacerlo, un hombre, más o menos de la edad de su marido, le saluda amable
aunque cansadamente desde detrás del mostrador.
—Buenas tardes, señora. ¿En qué puedo
ayudarla?
—Querría un sombrero —dice ella, algo
atropelladamente.
—Un sombrero. Bien. Está usted en el lugar
indicado —responde el hombre, de forma un tanto maquinal, como quien cuenta un
chiste que se ha oído a sí mismo tantas veces que hace tiempo que dejó de tener
gracia.
—Es para mi marido —decide sobre la
marcha. Se diría que lo último que esperaba encontrar en esa dirección era una
tienda de sombreros, y trata de adivinar la relación que pueda existir entre
esta y su marido.
—Bien. ¿Tiene sus medidas? —pregunta el
hombre, descolgando por inercia el metro que lleva en ristre sobre el hombro
izquierdo.
—¿Sus medidas? —inquiere la mujer, como
quien intenta ganar tiempo repitiendo una pregunta que se le acaba de formular
en un idioma que no entiende.
—Sí, las de su cabeza —aclara el hombre—.
No todas las cabezas son iguales, ya sabrá usted. Se sorprendería de lo que
pueden variar de unas a otras. He llegado a medir perímetros craneales más
propios de un orangután… Por supuesto, no estoy diciendo que su marido…
—Tiene una cabeza normal —interrumpe la
mujer, intentando zanjar el tema—. Normal y corriente. Si es posible me
gustaría llevármelo esta misma tarde.
El hombre asiente y anota algo en una
libreta. Asegura que el encargo es un poco precipitado, pero que intentará
terminarlo. Después sigue haciendo algunas preguntas sobre el tipo de material,
la altura de la copa, la anchura del ala o los adornos, mientras continúa garabateando
anotaciones. La mujer responde, en general, de manera imprecisa. Al mismo
tiempo, trata de imaginar si a su marido lo ha llevado allí el encargo de un
sombrero de mujer, puesto que a él jamás le ha visto usar ninguno, o si es
precisamente a esa mujer a la que ha ido a buscar allí.
—Es admirable verlo trabajar a usted —comenta,
de forma distraída, mientras contempla al hombre cuando este ya casi ha
terminado—. Aunque parece tener mucho trabajo aquí. Debería contar con algún
tipo de ayuda.
—La tenía —responde el hombre,
agradeciendo el cumplido—. Este era un negocio familiar antes del accidente de
mi hijo. Pero desde entonces, la verdad, mi mujer ya tiene bastante con cuidar
de él.
La mujer asiente, mientras está a punto de
recibir el sombrero de manos del artesano. Mira el reloj. Es ya bastante tarde
y ha de darse prisa si quiere llegar a tiempo para coger el último autobús. El
hombre introduce el sombrero en una bonita caja de fieltro, en cuya tapadera,
sobre una banda dorada, pone: «Duarte.
Rúa de Amestoy, 44». Trata de imaginar la cara de su marido cuando reciba el
regalo.
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Duarte
(Coruña, 26 de septiembre de 1978)
A
Duarte no le gusta salir tan tarde del trabajo. Cierra la cancela con el tiempo
justo para cubrir, a buen paso, el trecho que separa la tienda de la parada
vieja, por donde pronto ha de pasar el último autobús. Nunca sería descortés
con un cliente, pero ha estado a punto de decirle a esa mujer que no le daría
tiempo a hacer el encargo en una tarde. Sin embargo, ha hecho el esfuerzo y se
ha callado. De todos modos, hubiese jurado que esa mujer no ha ido a comprar un
sombrero. No sabría decir a qué ha ido exactamente, pero haber echado los
dientes detrás de un mostrador le ha ayudado siempre a darse cuenta de esas
cosas. El autobús llega puntual y él se acomoda en un asiento cualquiera,
mientras contempla cómo un reguero de finas gotas de lluvia comienza a resbalar
por el cristal. Desde lo del accidente de su hijo, siempre que hace mal tiempo
prefiere dejar el coche en casa y coger el autobús. La aldea en que viven no
está a más de quince kilómetros de la ciudad, pero el viejo 4L a menudo ni
siquiera es capaz de cubrir esa distancia sin dar algún tipo de problema. Es lo
que debió ocurrir la noche del accidente. Su mujer estaba enferma y él decidió
quedarse en casa para cuidar de ella. El hijo fue ese día a la sombrerería,
donde estuvo hasta tarde para terminar unos encargos. De vuelta, en uno de
aquellos ligeros repechos que ascienden a Santa Ermidia, el coche se ahogó,
como había hecho otras veces, y el joven debió bajarse y esperar a que pasara
alguien conocido, para pedirle ayuda. Pero es una zona oscura, de espesos
castañares, y además lloviznaba y apenas había luna. Alguien debió embestirlo y
prefirió huir a hacerse cargo. Cuando un conductor, que iba hacia Coruña, lo
atisbó, tirado en la carretera, ya no andaba ni podía mover los brazos, ni el
resto del cuerpo. Había quedado allí, malherido,
al filo del arcén. Ya no volvería a hablar. Luego, todo aquel tiempo en el
hospital, el duro regreso a casa. Continuar con la vida. Todo había cambiado
tanto, de repente…
Duarte abre los ojos. Comprueba que falta
aún la mitad del trayecto y vuelve a adormilarse. Recuerda entonces cuando,
después de casi un mes, tras el accidente, volvió a abrir la sombrerería y
encontró, entre el resto de la correspondencia acumulada, aquel sobre marrón,
anónimo, con matasellos de Arzúa, que tenía dentro 19.000 pesetas. Cuando lo
contó a su mujer, estuvieron de acuerdo en que debía tratarse de un intento,
por parte del culpable, de acallar su conciencia, de resarcir el daño causado. Una
miserable tentativa de compensación. Era dinero manchado de sangre, sentenció
su mujer, y resolvieron ponerlo en conocimiento de la policía, por ver si podía
ser de ayuda en las indagaciones. Un mes después, a la Rúa de Amestoy, número
44, volvió a llegar otro sobre, con la misma cantidad, enviado desde Martiñán.
Y al mes siguiente otro, sellado en Valdoviño. Y un mes más tarde, un cuarto, y
luego un quinto, y así seguidamente. Misma cantidad, siempre lugares
diferentes. Su mujer decía que aquel dinero le daba arcadas, y él consideró que
sería mejor no hablar más del asunto. Contar, a ella y a la policía, que habían
cesado las generosas remesas del desconocido.
Duarte vuelve a acomodarse. No falta mucho
para llegar. Se pregunta por qué guardamos secretos a nuestros seres más
allegados, a aquellos que más queremos. Durante todo un año él había decidido
callar sobre aquel dinero. Después de todo, creía tener derecho a él y a
dedicarlo a lo que le viniera en gana. Por ejemplo, a un coche; uno de verdad,
que jubilara a aquella vieja cafetera, que estaba, al fin y al cabo, en la raíz
de sus males. Hacía meses que había apartado un flamante Seat 131, blanco,
motor 1430 y cinco velocidades. En cuanto recibiera el próximo sobre y
efectuara una nueva entrega podría retirarlo del concesionario. «Tengo derecho a ello», repitió. Acaso no había pasado lo
mejor de su vida amarilleando detrás del mostrador de aquella apolillada
sombrerería. Este era, sin duda alguna, otro de los grandes secretos que nunca
había compartido con ella: aborrecía con todas sus fuerzas aquella estúpida
sombrerería que durante tantos años había sido de su padre, y mucho antes, del
padre de su padre. Si pudiera contarle todo eso, si pudiera confesarle que, en
realidad, él solo echaba de menos el olor de los manzanos, que en realidad solo
eso lo hacía feliz y por eso nunca había querido desprenderse de su trocito de
tierra para mudarse a la capital…
El
autobús se detiene. Se levanta, camina por el pasillo, baja al frío de la
calle. Mientras se aproxima a casa trata de imaginar la cara de su mujer
cuando, al día siguiente, lo vea llegar al volante del primer coche nuevo que
estrenan en sus vidas.
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Bieito
(Rañobre, Coruña, 5 de octubre de 1977)
La
ruta que va por los pueblos de la costa no es la preferida de Bieito. La mayor
parte discurre por carreteras estrechas, mal cuidadas, casi siempre sin arcén.
Abundan las paradas en angostos apartaderos, en los que a menudo nadie espera o
lo hace solo algún impaciente viajero. No es infrecuente hacer esta última
parte del trayecto con el autobús vacío, o casi, mientras se sueña con la
recompensa de un tazón humeante y la charla deshilvanada con la compañera sobre
los avatares del día.
Esta vez, en ese último tramo, desde
Rañobre, solo lleva a una pasajera. Es una mujer enlutada, de unos cincuenta
años, que ha subido en Carballedo y cuya cara, de algún otro viaje, le resulta
un tanto familiar. Se ha sentado en el último asiento y, aunque apenas alcanza
a distinguirla en el interior oscuro, parece dormitar. No le gusta conducir
así, casi sin compañía. No porque sienta miedo, ni nada parecido. O, bueno, sí,
siente una clase de miedo diferente. Desde hace un tiempo ha notado que en tales
circunstancias tiende a relajarse. Se hace mayor, piensa, y los años no
perdonan. Todos le alaban su hoja de servicios. No tiene una sola tacha en
veinticinco años de profesión. Sin embargo, esa noche ocurre. Han sido solo dos
segundos, tal vez tres. Ha cerrado los ojos y un instante más tarde los ha vuelto
a abrir. El autobús acaba de coronar un repecho e inicia ya el descenso de la cuesta,
a muy escasa velocidad. Sin embargo, no es ese terrible lapso lo que más le
inquieta. No se ha despertado deliberadamente, sino que ha sido un golpe, una
especie de sonido hueco, en el lateral del vehículo, el que lo ha devuelto a la
vigilia. Va aminorando la velocidad hasta que el autobús se detiene y lo aparta
tanto como puede a un lado de la carretera. Se levanta del asiento y alza la
voz para dirigirse a la mujer, que apenas puede distinguirse, al fondo.
—¿Qué ha sido? ¿Lo ha visto usted?
No hay respuesta. Entonces se baja, camina
unos metros al lado del autobús. Respira aliviado tras un primer vistazo al
lateral. No hay signos evidentes: sangre, cabellos, restos de pintura. Sí
encuentra una especie de bollo, pero el autobús no es nuevo, y no sabría decir
si estaba ya, junto al resto de muescas y abolladuras que jalonan la
carrocería. Se han detenido apenas a cincuenta metros del cambio de rasante,
que acaban de dejar atrás. Hay una finísima bruma. Por un momento está tentado
a caminar por el filo de la carretera, hasta coronar el repecho y ver qué puede
haber detrás. Pero el sentido común le dice que no debe hacerlo. Ha dejado el
autobús detenido en un lugar peligroso, sin apenas visibilidad. Decide volver a
subir. Se sienta. Gira la cabeza para mirar, de nuevo, al fondo. Está a punto
de alzar la voz, pero se calla. Parece extraño, pero está casi convencido de
que la mujer duerme. Seguramente no se haya enterado de nada. Mira hacia
adelante y vuelve a reanudar la marcha.
Dos días después lo lee en el periódico.
Un joven ha quedado parapléjico, después de haber sido atropellado. Fue
encontrado a primera hora de la noche, por un conductor que iba hacia Coruña,
en las cercanías de Rañobre. Siente una punzada en el corazón. Lee la noticia
mientras el papel tiembla de forma incontrolable entre sus dedos. Se da cuenta,
sin embargo, de que se habla de un lugar distinto, de un punto diferente de esa
carretera. Pero debe tratarse de un error. Poco a poco se va convenciendo de
que es él quien se encuentra detrás de ese accidente. Puede que el lugar no
concuerde del todo, pero sí la noche y la hora en que sucedió. En un impulso
está a punto de entrar en una comisaría. Luego lo piensa mejor y deja pasar los
días. Espera que, de un momento a otro, lo vengan a detener. Pero no pasa nada.
Entretanto averigua la identidad del chico y de su familia. Es un muchacho de
veinticuatro años, que volvía de trabajar en la sombrerería de su padre, en la
capital. El joven se ha estado debatiendo entre la vida y la muerte durante
días. Al fin, según alcanza a saber, parece que vivirá.
Lleva noches sin dormir y sabe que su
conciencia no va a dejarlo en paz. Entonces toma una decisión. Durante un año,
cada mes, donará la mitad de su sueldo a la familia del joven. La enviará en un
sobre anónimo a la sombrerería. Cada vez desde un lugar distinto, para que no
lo puedan rastrear. Vivirá con estrecheces, pero más difícil sería vivir sin
hacer nada y sin el valor de entregarse.
Muy despacio, ha pasado el tiempo. Dos
meses, cuatro, cinco, diez. Un año. Una y otra vez, en sus viajes, el mismo
estremecimiento. La penitencia de los sábados, buscando un lugar distante desde
el que enviar la entrega anónima de cada mes. Sabe, además, que por las noches
sueña. Y habla. Una y otra vez la misma pesadilla. Sus ojos cerrados, el golpe
hueco, el autobús que se detiene y él despierta. ¿Habrá oído ella lo que dice
en sueños? Cada vez está más decidido a preguntarle. Tal vez sea la única
manera de desentrañar la verdad. Pero tiene tanto miedo a la respuesta. Trata
de imaginar la cara de su esposa cuando le pregunte: ¿Iria, qué es lo que digo
en sueños, antes de despertarme?
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Casta
(Coruña, 5 de octubre de 1977)
El
autobús ha llegado a Coruña. Después del funeral de su madre, en Carballedo, al
fin su mente ha caído en una liviana tregua, y ha podido dormir, profundamente,
durante todo el viaje. Bueno, o quizá su descanso no haya sido tan profundo. Ha
tenido sueños raros. Soñó que el autobús estaba parado en medio de la nada y
que el conductor le hablaba. Y antes de eso, muy vívidamente, que el autobús golpeaba
de costado a un venado que pastaba, en medio de la niebla, en el mismo filo de
la carretera. Justo al salir del autobús ha pensado en contárselo al conductor
pero, afortunadamente, se ha contenido. ¿Qué cara habría puesto el buen hombre
al oír semejantes fantasías?