Cuando Eça de Queiroz publicó en 1870 “El misterio de la
carretera de Sintra” no podría haber escogido un lugar más en consonancia con
sus propósitos. A lo largo del verano de ese año, los lisboetas siguieron, en
forma de folletín, la crónica policiaca del desconocido Doctor X. Hay que
imaginar la sinuosa carretera que, en aquel tiempo, debía unir la capital con
el que era ya retiro predilecto de la nobleza portuguesa, y añadir solo algunos
elementos más para componer el escenario perfecto.
Pero, ¿cómo definir Sintra? Tras recorrer los melancólicos
pasillos y estancias del Palacio da Pena, miramos, sobrecogidos desde las
balaustradas suspendidas casi sobre el cielo, las verdes freguesías tendidas
como un mantel a nuestros pies, en la distancia. Más al oeste parece llegar una
reminiscencia del salitre del Atlántico, olores de maderas de las Azores varados
en el aire que sube envuelto en nubes hasta aquellos riscos.
Ya a principios del siglo XIX, cuando el rey Fernando II,
gran maestre de los Rosacruces, en compañía de su esposa, se enamoró del sitio,
debía tener ese halo que invita a la permanencia y al regreso. Los bosques que
poblaban la escarpada sierra fueron tomando la brumosa vestimenta de jardín
inglés, para evocar más tarde los paisajes de Turingia de los que provenía el
rey consorte.
Hoy Sintra sigue destilando misterio por todos sus poros. Si
uno decide caminar sin prisa, ascendiendo entre musgosos muros de piedra, se
corre inequívocamente el riesgo de padecer el síndrome de Stendhal, entre el
sugestivo asalto de la belleza de palacetes y quintas, donde la aristocracia
lusa encontró su cercano Shangri-La. Porque Sintra es, más que ninguna otra
cosa, una fantasía romántica. Cautivar es lo que se deseaba en la Quinta de
Monserrate, desde donde parece que nos llega todavía la música de una velada
entre tintineo de copas, o en la de Regaleira, con su pozo iniciático, y su
decadente rumor de agua.
No es difícil imaginarse, en el ecléctico Palacio da Pena, a
la vuelta de cualquier esquina, a su última propietaria, la condesa de Edla,
Elisa Hensler, una inquilina a la altura del lugar, exquisita habitante que, se
dice, conquistó al rey tras la representación de “Un baile de máscaras”, de
Verdi. Su matrimonio morganático fue, en realidad, uno de los episodios finales
de la monarquía. El país respiraba ya otros aires, en los que los lugares
encantados, como este, dejarían de ser patrimonio privativo de unos pocos
privilegiados. Hoy miles y miles de visitantes llegan a Sintra cada día. Al
despedirse de ella, casi todos coinciden en recordarla como una de las más
bellas postales que ofrece este rincón meridional de la vieja Europa.