lunes, 30 de diciembre de 2019

Esos cielos de octubre






Entre los recuerdos más indelebles que guardo de mi niñez hay un cielo de octubre. Estábamos en la casa de campo, en las faldas de El Torcal, cuando se desencadenó una de esas grandiosas tormentas que siguen, a veces, a la estación seca. Llovió con furia durante media hora; las gotas caían como pedradas, formando una cortina lisa, una especie de telón que cubría campos y montañas. Después, de pronto, el estruendo cesó y el cielo volvió a abrirse en un mosaico de nubes que decoraban el firmamento como el más sobrecogedor cuadro impresionista. Los tejados tintineaban, aliviando aún los regueros del vendaval reciente, pero emergía una calma que lo inundaba todo. El cielo, simplemente, ofrecía un espectáculo que nunca, jamás, he vuelto a presenciar.

Luego, con los años, siempre me han atraído los cielos de cambio de estación. Los cielos de primavera, los cielos de otoño. He pensado siempre que ahí arriba, de forma inopinada y gratuita, se nos ofrece un asombroso pase donde las estelas de vapor nos brindan un espectáculo más atractivo que cualquier eclipse, por muy solar y muy total que sea, aunque a nadie se le ocurriría plantar su telescopio para apreciar con más precisión semejante cosa. Paradojas humanas.

Qué identificado me sentí al descubrir, recientemente, la Cloud Appreciation Society, creada en 2005 por Gavin Pretor-Pinney, autor británico que ha dedicado grandes esfuerzos a plasmar su pasión por las nubes. La Sociedad de Observación de las Nubes, como se la denomina en español, cuenta hoy con cerca de 50.000 miembros en todo el mundo, y centra sus esfuerzos en divulgar el significado, comprensión y aprecio por tan excelso fenómeno atmosférico, al que la propia sociedad se refiere como “poesía de la naturaleza” así como “expresiones de los cambios de humor de la atmósfera”.

No es descabellado trazar cierto paralelismo entre el concepto de “estar en las nubes” y la experiencia ligada a cualquier conmoción sensorial vinculada a la contemplación del arte o la belleza en cualquiera de sus variadas formas. De esa tarde de mi niñez antes relatada, tras el ensordecedor despliegue de los truenos y el centelleo de los relámpagos y los rayos, conservo la imagen de los espectaculares cumulonimbos formados hacia el este. Como formidables masas blancas a sotavento, supe luego que esas montañas de aire cálido y húmedo llegan a sobrepasar los veinte metros de altura, aunque a mí, en ese momento, me parecieran fascinantes gigantes aún más inmensos.


Carreras de cuadrigas sobre cielos de octubre, o apacibles dunas arreboladas en los días en que se anuncia mal tiempo, blandas sombras que corren vertiginosas sobre los trigales en las ventosas mañanas de marzo, las nubes son el aliño de cielos azules o grises, pinceladas sobre la bóveda celeste que invitan a soñar, meditar o, simple y llanamente, evadirnos de las pesadumbres de aquí abajo. 

domingo, 23 de septiembre de 2018

Zumaia, donde el Cantábrico seduce al cielo



Qué cierto es eso de que la realidad empequeñece a la ficción. Cuando uno llega a la marinera Zumaia, y tras recorrer su ría, asciende hasta las altas colinas que otean el mar, aún no es consciente del sobrecogedor espectáculo que le espera. Debe primero caminar hasta los acantilados, que cortan la costa en láminas de piedra, como si un gigante hubiese picado el litoral cuando la Tierra era blanda y moldeable. Entonces la respiración se corta y uno padece ese mitificado mal que consiste en no poder digerir bien la belleza.

En Zumaia el Cantábrico se hace pleno, alcanza su madurez de mar, se hace excelso. Entabla, con sus armas de olas y viento, una sinfonía eólica que se estampa en las cimas, reverbera con sus acordes de espuma en las apartadas playas, en las que aguerridos bañistas desafían los embates del agua. El Atlántico se esquina en esta parte del mundo y nos regala un prodigio de majestuosidad. Las palabras, al fin, se quedan cortas: hay simplemente que ver, sentir, sentir despacio y dejarse calar hasta los huesos por este lugar que supura magia.


De noche, los faros del cabo Machichaco y de Guetaria barren la costa con su suave haz de luz. Al frente, pequeñas luciérnagas puntean el mar, son las barcas de aquellos que ganan el pan en las noches serenas, en que la fiereza de Poseidón duerme lejos, en el ancho océano. La inscripción de unos visitantes en los acantilados de Loiba, en Galicia, bautizó cierto mirador como “el banco más bonito del mundo”. Pero, ¿cómo se mide la belleza? En la pradera que se precipita al mar, ante el hotel rural Santa Klara, uno tiene el mismo sobrecogimiento de lo imponderable. En la madrugada, cuando el relente humedece hasta los sentidos, uno queda solo ante el sonido del mar, tumbado en la que debe ser, sin duda, “la hamaca más bella del mundo”, y casi siente la líquida blancura de la luna derramándose sobre la hierba mojada que rodea el promontorio. Entonces, en ese instante, uno cierra los ojos, y se abandona. Las estrellas, con una pureza casi arrogante, vigilan engastadas en una bóveda de cristal que parece al alcance de la mano. Y entonces, uno sueña despierto. Uno sueña con soñar siempre este momento. 

domingo, 8 de julio de 2018

Tres variaciones y un epílogo




Iria (Landoi, Coruña, 26 de septiembre de 1978)

Un farol alumbra la puerta de la estación. Espera bajo el dintel, de noche, hasta que llega la chica de la ventanilla. Luego compra el billete hasta Coruña, solo ida. Frente a la puerta del autobús se forma una breve fila de viajeros. Se siente inquieta, presa de una rara impaciencia, mientras aguarda la llegada del conductor. Cuando el hombre aparece los pasajeros desfilan en silencio y, ya dentro, cada uno se sienta aislado, en un extremo. Ella se coloca más o menos en medio, junto al pasillo, y agradece que un martes, a esas horas, no suba nadie conocido. No tiene ganas de inventar. Se arrebuja en su abrigo y saca el pequeño papel del bolso. Vuelve a mirarlo bajo la débil luz de la lamparilla de techo. «Rúa de Amestoy, 44». Sabe que no es una nota banal. No se guarda un pedazo de papel cualquiera bajo el forro de una chaqueta. De todas formas, no habría rebuscado en la ropa de su marido si no hubiese encontrado aquellas extracciones en la cartilla. Tampoco habría ido al banco a pedir un extracto de los últimos movimientos de no haber notado aquel comportamiento extraviado en él. Las largas ausencias de los sábados, los espesos silencios de las noches…
     Saca del bolso el pequeño espejo con tapa de carey que él le regaló hace años. Tiene treinta y siete, pero parece algo mayor. El rostro céreo, las patas de gallo ligeramente dibujadas en la tirante piel. «Tiene a otra». Las palabras corretean por su mente, como lo haría un niño después de hacer una trastada. Las ahuyenta irritada, pero la idea vuelve a asomarse muy deprisa. No sabe por qué la imagina atildada y de belleza adusta. Tal vez porque, de ser así, resultaría, en cierto modo, la proyección femenina de su propio marido. Ella, en cambio, es tan diferente. ¿Cómo pudo terminar con un conductor de autobús diez años mayor que ella?, se pregunta en silencio, como ha hecho tantas otras veces. «Porque lo quieres», se sorprende diciendo en voz alta, y el pasajero más próximo, un joven de barba rala, muy delgado, se gira y esboza una fugaz sonrisa.
     La estación de Coruña tiene una luz plomiza en la que vagan apresurados transeúntes, porteadores, mozos con maletas. Se escabulle entre el gentío y aprieta el paso para salir al sol de la mañana. ¿Por qué no ha comprado billete de vuelta?, se pregunta, sintiendo por primera vez un vértigo que la recorre entera. Camina de forma un tanto atolondrada, hacia el centro de la ciudad, y entra en el primer cafetín, un local oscuro con viejas mesas alineadas junto al cristal de la ventana. Pide un café y saca el pequeño papel para acercarlo al camarero. «¿Tiene idea de por dónde puede quedar esta dirección?».
     Cuando llega a la Rúa de Amestoy, número 44, es casi media tarde. No imaginaba que la búsqueda podría resultar tan ardua. Ha preguntado, se ha perdido, ha vuelto a preguntar. Ahora se encuentra ante una tienda en cuya fachada pone «Duarte» en un gran rótulo con letra itálica. Es una sombrerería. En el amplio escaparate puede admirarse una elegante colección de sombreros de variado estilo, de señora y caballero. Permanece un instante plantada ante la puerta, como si en el fondo no quisiera entrar, pero al final accede y nada más hacerlo, un hombre, más o menos de la edad de su marido, le saluda amable aunque cansadamente desde detrás del mostrador.
     —Buenas tardes, señora. ¿En qué puedo ayudarla?
     —Querría un sombrero —dice ella, algo atropelladamente.
     —Un sombrero. Bien. Está usted en el lugar indicado —responde el hombre, de forma un tanto maquinal, como quien cuenta un chiste que se ha oído a sí mismo tantas veces que hace tiempo que dejó de tener gracia.
     —Es para mi marido —decide sobre la marcha. Se diría que lo último que esperaba encontrar en esa dirección era una tienda de sombreros, y trata de adivinar la relación que pueda existir entre esta y su marido.
     —Bien. ¿Tiene sus medidas? —pregunta el hombre, descolgando por inercia el metro que lleva en ristre sobre el hombro izquierdo.
     —¿Sus medidas? —inquiere la mujer, como quien intenta ganar tiempo repitiendo una pregunta que se le acaba de formular en un idioma que no entiende.
     —Sí, las de su cabeza —aclara el hombre—. No todas las cabezas son iguales, ya sabrá usted. Se sorprendería de lo que pueden variar de unas a otras. He llegado a medir perímetros craneales más propios de un orangután… Por supuesto, no estoy diciendo que su marido…
     —Tiene una cabeza normal —interrumpe la mujer, intentando zanjar el tema—. Normal y corriente. Si es posible me gustaría llevármelo esta misma tarde.
     El hombre asiente y anota algo en una libreta. Asegura que el encargo es un poco precipitado, pero que intentará terminarlo. Después sigue haciendo algunas preguntas sobre el tipo de material, la altura de la copa, la anchura del ala o los adornos, mientras continúa garabateando anotaciones. La mujer responde, en general, de manera imprecisa. Al mismo tiempo, trata de imaginar si a su marido lo ha llevado allí el encargo de un sombrero de mujer, puesto que a él jamás le ha visto usar ninguno, o si es precisamente a esa mujer a la que ha ido a buscar allí.
     —Es admirable verlo trabajar a usted —comenta, de forma distraída, mientras contempla al hombre cuando este ya casi ha terminado—. Aunque parece tener mucho trabajo aquí. Debería contar con algún tipo de ayuda.
     —La tenía —responde el hombre, agradeciendo el cumplido—. Este era un negocio familiar antes del accidente de mi hijo. Pero desde entonces, la verdad, mi mujer ya tiene bastante con cuidar de él.
     La mujer asiente, mientras está a punto de recibir el sombrero de manos del artesano. Mira el reloj. Es ya bastante tarde y ha de darse prisa si quiere llegar a tiempo para coger el último autobús. El hombre introduce el sombrero en una bonita caja de fieltro, en cuya tapadera, sobre una banda dorada, pone: «Duarte. Rúa de Amestoy, 44». Trata de imaginar la cara de su marido cuando reciba el regalo.

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Duarte (Coruña, 26 de septiembre de 1978)

A Duarte no le gusta salir tan tarde del trabajo. Cierra la cancela con el tiempo justo para cubrir, a buen paso, el trecho que separa la tienda de la parada vieja, por donde pronto ha de pasar el último autobús. Nunca sería descortés con un cliente, pero ha estado a punto de decirle a esa mujer que no le daría tiempo a hacer el encargo en una tarde. Sin embargo, ha hecho el esfuerzo y se ha callado. De todos modos, hubiese jurado que esa mujer no ha ido a comprar un sombrero. No sabría decir a qué ha ido exactamente, pero haber echado los dientes detrás de un mostrador le ha ayudado siempre a darse cuenta de esas cosas. El autobús llega puntual y él se acomoda en un asiento cualquiera, mientras contempla cómo un reguero de finas gotas de lluvia comienza a resbalar por el cristal. Desde lo del accidente de su hijo, siempre que hace mal tiempo prefiere dejar el coche en casa y coger el autobús. La aldea en que viven no está a más de quince kilómetros de la ciudad, pero el viejo 4L a menudo ni siquiera es capaz de cubrir esa distancia sin dar algún tipo de problema. Es lo que debió ocurrir la noche del accidente. Su mujer estaba enferma y él decidió quedarse en casa para cuidar de ella. El hijo fue ese día a la sombrerería, donde estuvo hasta tarde para terminar unos encargos. De vuelta, en uno de aquellos ligeros repechos que ascienden a Santa Ermidia, el coche se ahogó, como había hecho otras veces, y el joven debió bajarse y esperar a que pasara alguien conocido, para pedirle ayuda. Pero es una zona oscura, de espesos castañares, y además lloviznaba y apenas había luna. Alguien debió embestirlo y prefirió huir a hacerse cargo. Cuando un conductor, que iba hacia Coruña, lo atisbó, tirado en la carretera, ya no andaba ni podía mover los brazos, ni el resto del cuerpo.  Había quedado allí, malherido, al filo del arcén. Ya no volvería a hablar. Luego, todo aquel tiempo en el hospital, el duro regreso a casa. Continuar con la vida. Todo había cambiado tanto, de repente…
     Duarte abre los ojos. Comprueba que falta aún la mitad del trayecto y vuelve a adormilarse. Recuerda entonces cuando, después de casi un mes, tras el accidente, volvió a abrir la sombrerería y encontró, entre el resto de la correspondencia acumulada, aquel sobre marrón, anónimo, con matasellos de Arzúa, que tenía dentro 19.000 pesetas. Cuando lo contó a su mujer, estuvieron de acuerdo en que debía tratarse de un intento, por parte del culpable, de acallar su conciencia, de resarcir el daño causado. Una miserable tentativa de compensación. Era dinero manchado de sangre, sentenció su mujer, y resolvieron ponerlo en conocimiento de la policía, por ver si podía ser de ayuda en las indagaciones. Un mes después, a la Rúa de Amestoy, número 44, volvió a llegar otro sobre, con la misma cantidad, enviado desde Martiñán. Y al mes siguiente otro, sellado en Valdoviño. Y un mes más tarde, un cuarto, y luego un quinto, y así seguidamente. Misma cantidad, siempre lugares diferentes. Su mujer decía que aquel dinero le daba arcadas, y él consideró que sería mejor no hablar más del asunto. Contar, a ella y a la policía, que habían cesado las generosas remesas del desconocido.
     Duarte vuelve a acomodarse. No falta mucho para llegar. Se pregunta por qué guardamos secretos a nuestros seres más allegados, a aquellos que más queremos. Durante todo un año él había decidido callar sobre aquel dinero. Después de todo, creía tener derecho a él y a dedicarlo a lo que le viniera en gana. Por ejemplo, a un coche; uno de verdad, que jubilara a aquella vieja cafetera, que estaba, al fin y al cabo, en la raíz de sus males. Hacía meses que había apartado un flamante Seat 131, blanco, motor 1430 y cinco velocidades. En cuanto recibiera el próximo sobre y efectuara una nueva entrega podría retirarlo del concesionario. «Tengo derecho a ello», repitió. Acaso no había pasado lo mejor de su vida amarilleando detrás del mostrador de aquella apolillada sombrerería. Este era, sin duda alguna, otro de los grandes secretos que nunca había compartido con ella: aborrecía con todas sus fuerzas aquella estúpida sombrerería que durante tantos años había sido de su padre, y mucho antes, del padre de su padre. Si pudiera contarle todo eso, si pudiera confesarle que, en realidad, él solo echaba de menos el olor de los manzanos, que en realidad solo eso lo hacía feliz y por eso nunca había querido desprenderse de su trocito de tierra para mudarse a la capital…
     El autobús se detiene. Se levanta, camina por el pasillo, baja al frío de la calle. Mientras se aproxima a casa trata de imaginar la cara de su mujer cuando, al día siguiente, lo vea llegar al volante del primer coche nuevo que estrenan en sus vidas.
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Bieito (Rañobre, Coruña, 5 de octubre de 1977)

La ruta que va por los pueblos de la costa no es la preferida de Bieito. La mayor parte discurre por carreteras estrechas, mal cuidadas, casi siempre sin arcén. Abundan las paradas en angostos apartaderos, en los que a menudo nadie espera o lo hace solo algún impaciente viajero. No es infrecuente hacer esta última parte del trayecto con el autobús vacío, o casi, mientras se sueña con la recompensa de un tazón humeante y la charla deshilvanada con la compañera sobre los avatares del día.
     Esta vez, en ese último tramo, desde Rañobre, solo lleva a una pasajera. Es una mujer enlutada, de unos cincuenta años, que ha subido en Carballedo y cuya cara, de algún otro viaje, le resulta un tanto familiar. Se ha sentado en el último asiento y, aunque apenas alcanza a distinguirla en el interior oscuro, parece dormitar. No le gusta conducir así, casi sin compañía. No porque sienta miedo, ni nada parecido. O, bueno, sí, siente una clase de miedo diferente. Desde hace un tiempo ha notado que en tales circunstancias tiende a relajarse. Se hace mayor, piensa, y los años no perdonan. Todos le alaban su hoja de servicios. No tiene una sola tacha en veinticinco años de profesión. Sin embargo, esa noche ocurre. Han sido solo dos segundos, tal vez tres. Ha cerrado los ojos y un instante más tarde los ha vuelto a abrir. El autobús acaba de coronar un repecho e inicia ya el descenso de la cuesta, a muy escasa velocidad. Sin embargo, no es ese terrible lapso lo que más le inquieta. No se ha despertado deliberadamente, sino que ha sido un golpe, una especie de sonido hueco, en el lateral del vehículo, el que lo ha devuelto a la vigilia. Va aminorando la velocidad hasta que el autobús se detiene y lo aparta tanto como puede a un lado de la carretera. Se levanta del asiento y alza la voz para dirigirse a la mujer, que apenas puede distinguirse, al fondo.
     —¿Qué ha sido? ¿Lo ha visto usted?
     No hay respuesta. Entonces se baja, camina unos metros al lado del autobús. Respira aliviado tras un primer vistazo al lateral. No hay signos evidentes: sangre, cabellos, restos de pintura. Sí encuentra una especie de bollo, pero el autobús no es nuevo, y no sabría decir si estaba ya, junto al resto de muescas y abolladuras que jalonan la carrocería. Se han detenido apenas a cincuenta metros del cambio de rasante, que acaban de dejar atrás. Hay una finísima bruma. Por un momento está tentado a caminar por el filo de la carretera, hasta coronar el repecho y ver qué puede haber detrás. Pero el sentido común le dice que no debe hacerlo. Ha dejado el autobús detenido en un lugar peligroso, sin apenas visibilidad. Decide volver a subir. Se sienta. Gira la cabeza para mirar, de nuevo, al fondo. Está a punto de alzar la voz, pero se calla. Parece extraño, pero está casi convencido de que la mujer duerme. Seguramente no se haya enterado de nada. Mira hacia adelante y vuelve a reanudar la marcha.
     Dos días después lo lee en el periódico. Un joven ha quedado parapléjico, después de haber sido atropellado. Fue encontrado a primera hora de la noche, por un conductor que iba hacia Coruña, en las cercanías de Rañobre. Siente una punzada en el corazón. Lee la noticia mientras el papel tiembla de forma incontrolable entre sus dedos. Se da cuenta, sin embargo, de que se habla de un lugar distinto, de un punto diferente de esa carretera. Pero debe tratarse de un error. Poco a poco se va convenciendo de que es él quien se encuentra detrás de ese accidente. Puede que el lugar no concuerde del todo, pero sí la noche y la hora en que sucedió. En un impulso está a punto de entrar en una comisaría. Luego lo piensa mejor y deja pasar los días. Espera que, de un momento a otro, lo vengan a detener. Pero no pasa nada. Entretanto averigua la identidad del chico y de su familia. Es un muchacho de veinticuatro años, que volvía de trabajar en la sombrerería de su padre, en la capital. El joven se ha estado debatiendo entre la vida y la muerte durante días. Al fin, según alcanza a saber, parece que vivirá.
     Lleva noches sin dormir y sabe que su conciencia no va a dejarlo en paz. Entonces toma una decisión. Durante un año, cada mes, donará la mitad de su sueldo a la familia del joven. La enviará en un sobre anónimo a la sombrerería. Cada vez desde un lugar distinto, para que no lo puedan rastrear. Vivirá con estrecheces, pero más difícil sería vivir sin hacer nada y sin el valor de entregarse.
     Muy despacio, ha pasado el tiempo. Dos meses, cuatro, cinco, diez. Un año. Una y otra vez, en sus viajes, el mismo estremecimiento. La penitencia de los sábados, buscando un lugar distante desde el que enviar la entrega anónima de cada mes. Sabe, además, que por las noches sueña. Y habla. Una y otra vez la misma pesadilla. Sus ojos cerrados, el golpe hueco, el autobús que se detiene y él despierta. ¿Habrá oído ella lo que dice en sueños? Cada vez está más decidido a preguntarle. Tal vez sea la única manera de desentrañar la verdad. Pero tiene tanto miedo a la respuesta. Trata de imaginar la cara de su esposa cuando le pregunte: ¿Iria, qué es lo que digo en sueños, antes de despertarme?

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Casta (Coruña, 5 de octubre de 1977)

El autobús ha llegado a Coruña. Después del funeral de su madre, en Carballedo, al fin su mente ha caído en una liviana tregua, y ha podido dormir, profundamente, durante todo el viaje. Bueno, o quizá su descanso no haya sido tan profundo. Ha tenido sueños raros. Soñó que el autobús estaba parado en medio de la nada y que el conductor le hablaba. Y antes de eso, muy vívidamente, que el autobús golpeaba de costado a un venado que pastaba, en medio de la niebla, en el mismo filo de la carretera. Justo al salir del autobús ha pensado en contárselo al conductor pero, afortunadamente, se ha contenido. ¿Qué cara habría puesto el buen hombre al oír semejantes fantasías?



    


      

miércoles, 30 de mayo de 2018

Por la España vacía: crónica de un viaje literario




La mañana de mayo parece, más bien, de finales de invierno. Apenas se asoma el sol trepando entre nubes, en el horizonte y yo me encomiendo a iniciar el viaje que me llevará a atravesar la Península de sur a noreste. Si este no fuera un viaje por la España interior, y aunque lo sea, no habría mejores versos que los de Kavafis para arrancar la marcha. “Cuando emprendas tu viaje a Ítaca, pide que el camino sea largo… Que muchas sean las mañanas de verano, en que llegues, ¡con qué placer y alegría!, a puertos nunca vistos antes…”. Hace tan solo una semana, me han llamado desde Andorra, Teruel, para comunicarme una grata noticia, la concesión del segundo premio del XXIII Certamen “Juan Martín Sauras”. No puedo encontrar mejor excusa para adentrarme en esta España desconocida, de la que, a la postre, ya siempre llevaré algo conmigo. En mi viaje atravieso, en transversal, la extensa Mancha. Los planos poblachones manchegos quedan a un lado o a otro de la autovía, a discreta distancia. A diferencia de lo que hallaré más tarde, aquí primero fueron los pueblos y después el camino. Este camino, moderno y rápido que, en amplios tramos, tiene escaso tráfico para ser una vía de comunicación entre Extremadura y Levante. Pero no es esta tierra de paso de la que quiero hablar, en la que quiero ponderar mis esfuerzos e impresiones. Quiero dedicar estas líneas a mi trasiego por la que Sergio del Molino llamó la España Vacía, esa Celtibería tan hermosa como desconocida que sale a mi paso en cada kilómetro que recorro.

La distinta dimensión del poblamiento se siente, de forma especial al ingresar en la provincia de Cuenca. Aquí, el 87% de los municipios está en riesgo de extinción, es decir, tiene menos de mil habitantes. Pronto piso el asfalto de una vieja conocida, la carretera N-420. No es una vía más. Con sus 808 kilómetros, es una de las carreteras más largas de España, pero también de las más desconocidas. Se le ha llamado la Ruta 66 española, y se construyó, literalmente, sobre los adoquines de una antigua calzada romana. Discurre, de hecho, entre la localidad cordobesa de Montoro y la provincia de Tarragona, siguiendo los pasos de la Vía Augusta, arteria esencial de la Hispania Romana. Me viene a la memoria cuando, hace escasos años, descubrí sobre su asfalto el hermoso Valle de Alcudia, en su tramo más sureño, y ahora vuelvo a seguir su senda. Si hay una carretera ideal para perderse, para oler y transitar los recovecos de nuestro viejo país, para disfrutar de mil rincones desconocidos de esta querida Iberia, es esta columna vertebral interior. Bordeando las Torcas de Palancares y Tierra Muerta, uno experimenta algo desconocido. En pleno día, da igual la hora que sea, uno puede transitar kilómetros y kilómetros, a veces cerca de un cuarto de hora, por una carretera en excelente estado de conservación, con tres carriles durante amplísimos tramos, sin cruzarse con ningún otro vehículo, sin atisbar ni siguiéndole, ni en lontananza, ningún otro viajero que le acompañe. Por momentos, la sensación es surrealista y hasta inquietante.

Los amplios llanos verdes junto al camino van dejando paso a pequeños pueblos, como Castielfabib, con nombres que nos recuerdan que hemos entrado en los dominios del valenciano. Estamos en el Rincón de Ademuz, esa esquina de Valencia empotrada entre tierras manchegas y aragonesas. En línea recta estamos apenas a 70 kilómetros del mar, y al coronar algún puerto parecen llegarnos vagos efluvios del Mediterráneo que, hacia el este, baña las costas de Castellón. Pero es solo una ensoñación. Viramos hacia el norte y entramos pronto en la provincia de Teruel. Tratándose de un viaje literario, a uno le agrada ser recibido por lugares con nombres tan sugestivos como Libros, pero, de nuevo, no es más que una sugestiva coincidencia.

A diferencia de las tierras manchegas, que atravesábamos muy de mañana, aquí fue primero el camino, esa vieja calzada romana, quién sabe si asentada, a su vez, sobre un remoto sendero íbero, y luego los pueblos, como Villel, poco más que un racimo de casas a uno y otro lado de la carretera. La Antigua Posada es austera, pero sirve una sopa caliente de garbanzos y panceta, y un lomo con pimientos verdes que reconfortan el ánimo  e invitan a continuar. Antes de reemprender la marcha, uno deja atrás a los parroquianos, en el pequeño comedor, y no puede evitar imaginar la vida en este pueblo emboscado entre montañas, cuando los días mengüen y la nieve empiece a caer. Incluso en pleno día, y en plena primavera, uno los siente admirarse de la visita del forastero, y de oír su acento andaluz, a buen seguro nada habitual por estos lares.

El Turia me acompaña zigzagueando al lado de la carretera. Es un río hermoso, que baja suave, entre un boscaje discreto, que deja entrever su corriente acompasada. A uno le cuesta creer que este sea el gran río de Valencia, pero es que, dicen, su caudal varía incluso de forma sorprendente a lo largo del año, cuando los ingentes aportes de nieve vayan derritiéndose a medida que progresen las estaciones.

En Perales de Alfambra el terreno se hace llano de nuevo y el viajero ensaya a adivinar el origen de la toponimia. No le resulta difícil, contemplando las tierras arcillosas que admira a uno y otro lado de la calzada –nuestra inseparable N-420– y, más tarde, confirma que los árabes dieron al río que circunda estas tierras el nombre de “El rojo”. No hace falta apartarse siquiera de la carretera para echar un ojo a la Mezquita de Jarque, otro testimonio más del dominio sarraceno por estos lares.

Atiborrado de kilómetros y cansancio, el viajero para y pregunta con el ánimo de no perderse y llegar a tiempo al acto literario que es la razón misma de este viaje. Los buenos samaritanos que encuentra le indican amablemente, siempre con la inseparable coletilla, “no tiene pérdida”. Palomar de Arroyos, Castel de Cabra, Gargallo, Crivillén, pueblos que salen al paso al abrigo de las cumbres del Maestrazgo. El viajero, cree, se habría perdido alguna que otra vez de no ser por estas impagables aclaraciones. A una hora torera llega a Andorra, villa que es plaza importante y acogedora en esta parte del Bajo Aragón. Apenas tiene tiempo de refrescarse y echarse un rato antes de caminar hasta la Casa de la Cultura, donde le esperan gente que no olvidará. Ha viajado a lugares y estado en actos de este tipo, pero le sorprende una forma nueva de agasajo, la que se hace sumergiéndose en la obra que uno ha creado y que le ha sido premiada. En ningún lugar recuerda este interés, este afable homenaje a la razón de ser de este que escribe, que no es otra que la propia literatura, y piensa, muy sinceramente, que ha merecido la pena atravesar la vieja Piel de Toro para estar aquí. A la noche, en compañía de un compañero de lides literarias y a la sazón premiado, tendrá ocasión de recorrer estas calles tranquilas y hablar de lo divino y lo humano al relente de estas tierras altas, en las que el mercurio desciende, recordándonos que no estamos en nuestro lejano solar andaluz.

Al día siguiente, el viajero siente pena de tener que abandonar este lugar al que los celtas llamaron la “Puerta de los Vientos”. ¿Puede haber un nombre más poético? Uno se lleva mucho de aquí. Entre otras cosas, esos saludos espontáneos de la gente al forastero, al que no conocen de nada, pero les visita, y eso, de alguna forma, es interpretado, por muchos, como una especie de regalo, en esta provincia que se vacía lentamente y que clama por seguir existiendo, y a fe que ha de conseguirlo.

Al emprender el camino, y por aquello de que, quizá, uno no quiere terminar de irse, el viajero confunde la carretera, y va a salir al vecino pueblecito de Alloza. Por las calles no se encuentra un alma, y uno se ve necesitado de pedir, de nuevo, explicaciones. Aparca y toca en una puerta, donde ha oído voces humanas. Enseguida, un hombre y una mujer de mediana edad, a buen seguro matrimonio, salen y, reservados al principio, pero con una feliz vehemencia después, aclaran la dirección y quieren acompañar, de hecho, al viajero hasta la misma salida. Y uno, nuevamente, se siente colmado por este gente sencilla, honesta y de verdad.



viernes, 1 de diciembre de 2017

Noche de santa Inés




Cuando oigo que alguien sube la escalera y camina desde el fondo del pasillo para detenerse frente a alguna puerta, cuento hasta diez y espero dos suaves golpecitos, los de tus nudillos carnosos sobre la madera, como quien porta un secreto que solo puede compartir conmigo. Era enero, igual que ahora, y la nieve cubría como un bozo la repisa de piedra junto a la ventana. «Qué ciudad tan adusta», recuerdo que dijiste, y yo reí, sorprendida de tus progresos con el castellano. Pero las dos éramos unas enamoradas de España desde mucho antes de estudiar en Cornell. «Adusta no es la palabra», pensé entonces, buscando un término que le hiciera más justicia. Tú abriste el libro que John Dos Passos te había regalado cuando, tres años antes de su muerte, visitó la facultad: Rocinante vuelve al camino. Recitabas ese pasaje en el que Telémaco entra en Toledo, después de haber caminado a pie desde Madrid. Todo debía ser tan diferente. Las dos nos lo imaginamos conversando con tratantes y arrieros, llegando a la ciudad que lo recibía con un trajín de acémilas y carros allá por el verano de 1922.

    Medio siglo después poníamos nuestras zapatillas sobre las piedras lisas, mirando las sotanas de los magistrales que bajaban por la calle oscura. Olía a olla de puchero y nos metimos en una de esas casas estrechas, con patio corredor, que en su parte trasera guarecía una larga galería de habitaciones de huéspedes y lo que, no hacía demasiado, debieron ser unas encaladas caballerizas. Qué poco nos gustó que nos dieran habitaciones separadas, tan desacostumbradas como estábamos a la lejanía. Por eso, a media noche, subías la escalera, caminabas, te plantabas delante de mi puerta. Posabas blandamente los nudillos y esperabas a que te recibiera.

    ¿Fue aquella tarde con Dos Passos cuando habíamos pergeñado la aventura? Imposible, había sido mucho antes. ¿Tal vez cuando supimos del viaje que, veinte años antes, habían hecho Ernesto Guevara y Alberto Granado por el Cono Sur para celebrar su licenciatura en Medicina? Pero, ¡qué sabíamos nosotras del Ché! Recuerdo aquel grabado de Rourague, en la casa de Roschild, que nuestro padre había sacado del Voyage Pittoresque En Espagne et en Portugal, de Emile Bégin. El dibujo estaba hecho desde un camino de sirga, al pie del río; la ciudad y el Alcázar elevados, como haciéndole cosquillas a un cielo vagamente salteado de nubes. Teníamos diez años y una vez, de camino a Missouri, habíamos pasado por Toledo, la ciudad de Ohio donde se montaban los Jeep. «Mira, la ciudad del cuadro», me dijiste. «La ciudad del cuadro», repitió papá, condescendiente ante la infantil cazurrería de su hija menor.

    ¿Su hija menor? Bueno sí, yo había nacido exactamente ocho minutos antes. En Roschild decían que no había dos mellizas más diferentes en el mundo. Adjunto extracto de la nota que acompañaba a tu libro de escolaridad, en cuarto curso. «Del todo desinteresada en las asignaturas de Ciencias. Distraída y contestona, acostumbra a engreírse en clase con las compañeras. Empática y sensible con los animales. Algo desaliñada en el vestir. Muy adelantada en lengua y geografía». Era cierto: eras un mico cuando ya te entretenías en dibujar, como una costura, las crestas de los Apalaches en el mapa, y cuando me dijiste que aquella en que estuvimos no era la ciudad del cuadro. «Hay otra Toledo en Illinois, y otra en Arkansas, y otra en Iowa. Y en Washington, e incluso otra en Oregon». Así que debiste pensar que aquella del dibujo tenía que ser una de esas. Qué malicia gastaba al pensar que, a menudo, te quedabas en la mitad de todo.

    Aún no entiendo cómo aquella noche nos aventuramos a salir. Eras amante de los presagios y por la tarde un alcaudón, aterido de frío, nos había picado en el cristal. Ya oscurecido, una estudiantina cruzó la calle parando brevemente bajo las ventanas con luz y tú te asomaste, encandilada por los chicos ataviados con sus capas, jubones y gregüescos, que llenaban la noche heladora con aquella música alegre de bandurrias, laúdes y castañuelas. Entonces sacaste de la maleta los vestidos negros que guardábamos para las grandes ocasiones y los estiraste en la cama, como sopesando si estaríamos lo suficientemente locas como para salir a la intemperie, embozadas con nuestros abrigos, con aquellos disfraces de sátiras.

    Iluminadas por la lánguida luz de los faroles, nuestras pisadas parecían dejar sobre la nieve la efímera estela de un camino de hormigas. Creímos volver a oír la música de los trovadores callejeros pero el silbido de la cellisca nos rondaba hasta desnortarnos por completo. Qué fácil resulta perderse en este laberinto de callejas y cobertizos. A aquellas horas solo ansiábamos el calor beatífico del mesón más humilde, la portezuela entreabierta de una tasca que nos convidara a su seno. En lugar de eso, vimos aquel peculiar trío de enmascarados. Faltaban varias semanas para el Carnaval y nos sorprendió encontrarlos calle arriba, sobre nuestros pasos, como samoyedos husmeando nuestro rastro bajo los mullidos copos. Uno vestía de cura, otro de soldado de los Tercios, otro como aquellos médicos venecianos ocultos bajo su ganchudo antifaz para mantenerse alejados de los enfermos de peste. Nos pareció, sin embargo, que no había entre ellos algazara, sino que más bien, en silencio, trataban, con más o menos ansia, de darnos alcance apretando el paso en la costana, envalentonados por la complicidad que les confería la noche cerrada. Tal vez por ello, al entrever la ojiva iluminada de aquel viejo portón, no dudamos en parapetarnos en su zaguán.

    Como si nos esperara salió a recibirnos. Un hombre entrado en años, algo grueso, con el dedo índice levantado, creímos que para pedir silencio. Aún no nos sentíamos del todo a salvo de los trasnochadores faunos por los que nos habíamos sentido perseguidas e, invitadas apenas con un gesto, accedimos a entrar en aquella morada escolástica en la que todo parecía dispuesto para una velada frugal. «¿Quiénes eran esos hombres?», preguntaste entonces. Fuiste siempre tan cándida, hermanita. Como si no hubiese cosas más apremiantes que saber. Como, ¿quién era nuestro anfitrión? ¿Qué se celebraba y a qué debíamos tan inopinada invitación? ¿Nos habíamos colado así, sin más, en la mansión de un loco? «¿Es que no oyeron hablar ustedes de la Orden de Toledo?», repuso él entonces. Nuestras cándidas caras debieron valer por una negación, ya que nos hizo sentar una a cada lado de la estrecha mesa, antes de comenzar a hablarnos.

    Claro que habíamos oído hablar de Lorca y de Buñuel, pero nos costaba imaginarlos, rodeados de vividores, arremolinados en el patio de la Posada de la Sangre, vaciando los bolsillos en un almirez para beberse todo el vino de la vieja corte antes de que el sol saliera. O pasando la noche de vigilia, arrebujados en una sábana blanca, rondando las calles en soledad o subiendo al campanario de la catedral para escuchar los cantos de las monjas del convento de Santo Domingo en plena madrugada. Ante los obnubilados ojos dalinianos de nuestro convidante, tú dijiste que siempre habías tenido a Buñuel por un cineasta mexicano y a mí me resultaba imposible figurarme borracho a aquel chico de Granada con cara de bueno y pelo engominado que una vez había visto en imágenes mudas, y que me hablaba desde sus versos de ríos con «barbas granates» o de «vírgenes con miriñaque» por las angostas calles del Albaicín.  Y además, de aquello hacía más de treinta años, ¿qué tenían que ver los bufones que habían andado tras nosotras? «Oh, pero el tiempo a veces es blando como una masa de pan, o como las galerías de un hormiguero, que tras largas travesías, conducen a veces a la entrada después de un viaje circular», dijo sin mucho sentido nuestro hospedero, al tiempo que acudía a un anaquel para echar mano de un libro muy raído, con las solapas atadas con descoloridas cintas de organdí.

    En cuanto comenzó a leer, las dos recordamos el pasaje de El conde Lucanor y nos transportamos de inmediato a la hierba del campus, cerca del edificio Bergson, allá por la primavera del 70. Habíamos entrado en la biblioteca del claustro y tú cogiste el Manuscrito hallado en Zaragoza, mientras que yo tomé la vieja obra de Don Juan Manuel. Qué mejor plan que pasar una tarde de solaz en aquel prado urbanita en compañía del conde Jan Potocki y el duque castellano. Tú siempre fuiste el corazón y yo el cerebro, tú el sentimiento y yo la razón, por lo que te iba bien ese juego de babushkas que representaba tu libro. Yo abrí mi alegórica obra por el Cuento XI, en el que se narra «lo que aconteció a un deán de Santiago con don Illán, gran maestro que moraba en Toledo». Enseguida abandonaste a tu conde para acompañarme a la apartada cámara a la que don Illán condujo a su invitado para instruirle en las artes de la nigromancia, en las que este quería versarse. Desde el principio, don Illán recelaba de que el deán, una vez alcanzada mayor dignidad, olvidase pronto los favores por él prestados, mientras que el canónigo lo convencía de que jamás ocurriría tal cosa. Y desde aquel momento, como viajando sobre una escoba, casi pudimos ver cómo llegaban los dos escuderos que le anunciaban su nombramiento como arzobispo, y fuimos con su cohorte a Santiago para asistir allí, más tarde, a la noticia de que se le otorgaba el obispado de Tolosa, y cómo en Tolosa era nombrado cardenal y cómo, una vez ungido cardenal, se le entronizaba finalmente en la silla de Pedro, y todo ello postergando para nunca los discretos favores que don Illán le iba pidiendo en su exitosa carrera, y terminar por ver cómo su mismísima condición papal se desvanecía igual que lo hace un sortilegio, regresando al sótano apartado, bajo las aguas del Tajo, en el que volvía a ser un mezquino deán.

    Tú siempre fuiste el corazón y yo el cerebro, tú siempre el amor y yo la conveniencia. Lo fui ya en Cornell, cuando las dos cursábamos filología y tú quedaste atrás. Por entonces mamá comenzó a guardar los vasos en el armario y las toallas en la nevera, y a llamar a los lápices «palitos de escribir». Me pediste ayuda pero, demonios, estaba tan cerca de lograrlo… Llegaban los exámenes finales y, preparándolo a conciencia, mi expediente daría para conseguir la beca de la Hispanic Society. Después de todo, tú habías tirado el curso por la borda, estabas en mejor disposición. Y lo entendiste. Te ocupaste de ella cuando fue olvidando los nombres de las cosas, incluso los de nosotras, pero me volviste a llamar cuando ya no siempre podía levantarse o cuando comenzó a confundir el wáter con el dormitorio. Pero por ese tiempo luchaba por la cátedra. ¿Acaso tenías el don de la oportunidad? Era demasiado importante y no podía permitirme distracciones banales o lo lamentaría. Volviste a entenderlo, igual que lo entendiste cuando mamá murió y yo estaba en aquel congreso en Quebec, y me excusé mandando aquel enorme ramo de magnolias —ciento cinco dólares con ochenta centavos—. Luego, sí, te volviste rara y te abandonaste. Te pusiste gordita y empezaste a usar felpa, como esas amas de casa del Medio Oeste. A veces venías a verme y tomábamos un café, entre clase y clase. Más tarde solo supe que estabas en Des Moines, con aquel novio tuyo. Eso y la carta de un hotel, en la que se me avisaba de que fuese a recoger las pertenecías que, al parecer, habías dejado. No le di importancia, pero fue precisamente ese el último rastro que dejaste. Cuando, muchos meses después, fui hasta aquel hotel, encontré una maleta de ratán llena de libros. Entre ellos estaba El Conde Lucanor. Una postal de santa Inés, adolescente mártir, marcaba el cuento del deán de Santiago, y en su reverso, la palabra «Regresa» en castellano.


    Y sí, he regresado, ¿no es eso lo que me pedías? He deseado en este tiempo cambiar tantas cosas, cambiar cada una de esas estaciones en que no estuve contigo, en las que te fallé. Por eso vuelto, esperando que el tiempo sea blando y moldeable, como una masa de pan, o como las galerías de un hormiguero, que a veces te conducen al principio, en un viaje circular. Es 21 de enero, noche de santa Inés. No hay nieve por las calles pero el frío bruñe las piedras con gotas heladas. Camino por los mismos solitarios cobertizos, hacia la misma casa que entonces visitamos. ¿Era acaso el mágico Illán el que nos esperaba? Me detengo ante el portón sombrío. Si es circular el tiempo, sueño con encontrarte en esta casa, sentada a aquella misma mesa. Don Illán volverá a leernos El Conde Lucanor, el cuento del deán de Santiago, y yo no volveré a dejarte sola. Hay luz en la ventana. Alguien, detrás, sostiene una palmatoria. Me mira, luego desaparece. En algún lugar de la casona, una puerta se abre. Sonido de goznes y madera. Le oigo bajar, despacio. Contengo la respiración aguardando que los sueños se cumplan. 

domingo, 19 de febrero de 2017

La linterna mágica



A Batbayar le gusta despistarse un poco de su marido. Él acaba de vender el último grano de la cosecha en el mercado de Ulán Bator. Ella mira telas de seda para un vestido nuevo. Han comprado víveres y ropa para el invierno. Antes de abandonar el mercado, él se para ante un viejo artilugio, que inspecciona mirándolo desde todos los ángulos. «Linterna de cine», dice el vendedor kirguiz, con grandes aspavientos. «Noches felices», añade. Samir mira a su mujer buscando un asentimiento. Cuando se casaron, a los diecisiete años, vieron una película en la capital. Esa gente debe estar escondida detrás de la cortina blanca, pensaron. Ahora el vendedor kirguiz les dice que la gente, en realidad, salía de aquel viejo aparato azul desconchado que trae una especie de fina lámina negra enrollada en su interior.

Khaitar está al norte, a seis horas de camino. Son solo cuatro yurtas al lado de una ruta de caravanas. Los niños los reciben con cómica algazara y enseguida extienden por la aldea terrosa y reseca la noticia de la llegada del extraño aparato. Batbayar se afana enseguida con los peroles. Pronto caerá la noche y la familia espera ansiosa la cena caliente junto al fuego. Samir coloca los víveres y al final vuelve a echar un vistazo a la «linterna de cine», que enciende con un generador. Mientras la coloca sobre una mesa alabeada, varios vecinos van congregándose en la tienda. Acude incluso Maagar, con quien no se habla desde la última cosecha, acompañado de su mujer y de sus dos pequeños. Batbayar sirve un cuenco de oloroso caldo para todos y se hace el silencio mientras Elizabeth Taylor y Paul Newman aparecen sobre una sábana blanca atada a los extremos del caldeado espacio, donde apenas cabe un alfiler.

A la mañana siguiente, Batbayar se levanta muy temprano. Se mira en un trozo de espejo e imagina su pelo y sus ojos pintados, como los de la mujer hermosa que ha salido del viejo aparato azul. Nota que alguien está junto a la puerta y se acerca para abrir. Es la mujer de Maagar que porta un pastel de batata envuelto en un paño. Se lo extiende, con una timidísima sonrisa. Sus ojos parecen diferentes. También ella se los ha pintado como la mujer de la película. 

viernes, 23 de diciembre de 2016

Misterios de Sintra



Cuando Eça de Queiroz publicó en 1870 “El misterio de la carretera de Sintra” no podría haber escogido un lugar más en consonancia con sus propósitos. A lo largo del verano de ese año, los lisboetas siguieron, en forma de folletín, la crónica policiaca del desconocido Doctor X. Hay que imaginar la sinuosa carretera que, en aquel tiempo, debía unir la capital con el que era ya retiro predilecto de la nobleza portuguesa, y añadir solo algunos elementos más para componer el escenario perfecto.

Pero, ¿cómo definir Sintra? Tras recorrer los melancólicos pasillos y estancias del Palacio da Pena, miramos, sobrecogidos desde las balaustradas suspendidas casi sobre el cielo, las verdes freguesías tendidas como un mantel a nuestros pies, en la distancia. Más al oeste parece llegar una reminiscencia del salitre del Atlántico, olores de maderas de las Azores varados en el aire que sube envuelto en nubes hasta aquellos riscos.

Ya a principios del siglo XIX, cuando el rey Fernando II, gran maestre de los Rosacruces, en compañía de su esposa, se enamoró del sitio, debía tener ese halo que invita a la permanencia y al regreso. Los bosques que poblaban la escarpada sierra fueron tomando la brumosa vestimenta de jardín inglés, para evocar más tarde los paisajes de Turingia de los que provenía el rey consorte.

Hoy Sintra sigue destilando misterio por todos sus poros. Si uno decide caminar sin prisa, ascendiendo entre musgosos muros de piedra, se corre inequívocamente el riesgo de padecer el síndrome de Stendhal, entre el sugestivo asalto de la belleza de palacetes y quintas, donde la aristocracia lusa encontró su cercano Shangri-La. Porque Sintra es, más que ninguna otra cosa, una fantasía romántica. Cautivar es lo que se deseaba en la Quinta de Monserrate, desde donde parece que nos llega todavía la música de una velada entre tintineo de copas, o en la de Regaleira, con su pozo iniciático, y su decadente rumor de agua.

No es difícil imaginarse, en el ecléctico Palacio da Pena, a la vuelta de cualquier esquina, a su última propietaria, la condesa de Edla, Elisa Hensler, una inquilina a la altura del lugar, exquisita habitante que, se dice, conquistó al rey tras la representación de “Un baile de máscaras”, de Verdi. Su matrimonio morganático fue, en realidad, uno de los episodios finales de la monarquía. El país respiraba ya otros aires, en los que los lugares encantados, como este, dejarían de ser patrimonio privativo de unos pocos privilegiados. Hoy miles y miles de visitantes llegan a Sintra cada día. Al despedirse de ella, casi todos coinciden en recordarla como una de las más bellas postales que ofrece este rincón meridional de la vieja Europa.