domingo, 10 de noviembre de 2013

Yuste o la gota que colmó el estanque

El viajero llega en esa hora casi en blanco, consagrada al reposo o a la siesta, en una tarde tórrida de julio, al monasterio. El lugar, con el fondo del monocorde concierto de chicharras que, en ese momento del día llena los alrededores, muestra un aspecto lánguido, pero se alegra de ingresar en sus estancias, frescas y asombradas, despobladas casi por completo de visitantes, cosa que no puede sino agradecerse.

Es un lugar austero, solo el patio central, al que dan las distintas dependencias, muestra una alegre paleta de colores, bella geometría se arbustos floridos y setos que se muestran bajo la luz casi vertical, entre las columnas que rodean un espacio silencioso, en el que parecen llegarnos apenas los ecos de los largos paseos de los monjes jerónimos, claros hábitos por los corredores ahora ausentes.



Entra más tarde el viajero en los aposentos reales, en los que, nuevamente, vuelve a llamar la atención la ausencia de ostentación. Un sitio, se hubiera dicho, destinado al adiós sosegado de un monarca, Carlos I, agotado por sus ambiciones imperiales y sometido a la penitencia de su gota, que le llegó a postrar en este último episodio de su vida. No hay aquí lujos, pero sí mucho sentido práctico, como el que se admira en la silla –antepasado del sillón relax de nuestros días- ideada para que el monarca permaneciera con su pierna recta, amortiguando así los implacables dolores que, inmisericordes, le proporcionaban en su batallado organismo los cristales de ácido úrico, o la misma rampa que, desde el exterior, le permitía entrar montado a caballo hasta las mismas dependencias en las que hacía vida… O la litera en la que el emperador fue transportado en este, su último viaje, también un artilugio extraño. Hay que imaginarlo, yacente casi, pudiendo apenas admirar, ligeramente erguidos el torso y la cabeza, los paisajes agrestes que iban quedando atrás, pasados los últimos puertos castellanos, evitando así la mortificante experiencia que hubiera supuesto para sus articulaciones el traqueteo del mejor carruaje sobre los innombrables caminos de esta apartada comarca en pleno siglo XVI.



A esta hora sigue sorprendiendo al viajero la soledad del edificio, y llega a preguntarse si es el único turista en recorrer la alcoba del viejo rey, los pasillos y estancias más íntimas del todopoderoso jerarca, del ideólogo de aquella primera Unión Europea… Se entretiene en pensar que hay en este lugar más empleados que visitantes, pero le sosiega recordar que para eso estamos pisando patrimonio del Estado, con lo que, por el momento, escapa tan histórico edificio a las contriciones de la rentabilidad, la sostenibilidad y otras zarandajas propias de pobres y privadas instituciones. Lleva el viajero cámara en ristre, y comete la temeridad –nadie le ha advertido- de hacer una foto a la mentada silla ergonómica anti-gotosa e, inmediatamente, el sutil chasquido de un sensor antecede a la aparición de un guarda jurado, bigardo con cuatro cuartas de espalda, que, en tono plano, amable apenas, con algo de marcial, le anuncia que no está permitido sacar imágenes del interior. Una verdadera pena.

Por cierto que, semejante chivato electrónico hubiese hecho las delicias de un habitual del monasterio, como fue el excéntrico y sorprendente Juanelo Turriano, el ingeniero e inventor cremonense llevado por Carlos I hasta su retiro de Yuste para contribuir al diseño del edificio y, de paso, amenizar su a menudo sufriente vida con ingeniosos artilugios: autómatas, relojes y Dios sabe que otras creaciones. En alguno de los lienzos que decoran las dependencias se recoge al genio Torriani junto a otros miembros del séquito y el mismo rey, entretenidos con uno de los juguetes salido de la casi inagotable imaginación de Juanelo, en aquella época, uno más de los cerebros absorbidos por la pujante España, que, tras ser más tarde incluso matemático real de Felipe II, moriría en la penuria en la capital de aquel ingrato imperio, arruinado y sin que su impresionante mecanismo hidráulico que durante décadas trasvasó ingentes cantidades de agua desde el Tajo hasta la ciudad de Toledo, le proporcionase más que ruina.




En aquellos últimos días toledanos, a Turriano tal vez le pesaba en su alma otra de sus mayores equivocaciones, la que acabaría por costar la vida a su gran valedor, Carlos I. Al terminar la visita, el viajero contempla los bellos jardines que, en el flanco sur, bordean el monasterio, remanso de verdor y quietud a buen seguro frecuentado por aquel, su regio señor, y que sería también su sepultura. El que fuera hombre fuerte de la Europa de su tiempo acabaría tumbado por un mosquito, elemental criatura capaz, no obstante, de portar el paludismo que le condenó a terribles fiebres y sufrimientos en su agonía final. Turriano no fue capaz de prever que aquellos bucólicos estanques atraerían verdaderos enjambres de tan insignificantes insectos que aligeraron la marcha al otro mundo a un hombre cuyo poder no sirvió para eximirle de los males comunes al más vulgar de sus súbditos. 

domingo, 17 de febrero de 2013

Gottland: el avatar de Chequia

Título: Gottland / Autor: Mariusz Szczygiel / Editorial: Acantilado / Año: 2011. EV.: Paladeable

Es llamativo como se parecen las historias de todos aquellos países que un día padecieron la triste clausura del Telón de Acero. Este mosaico de relatos acerca de la desaparecida Checoslovaquia, contados por un polaco, no es una excepción. La perspectiva y objetividad de un extranjero profundo conocedor, sin embargo, de la realidad checa, dota a la obra de un inmenso valor como instrumento para acercarse a las entrañas de un pequeño país que, como le ocurriera a la patria del autor, se vio inevitablemente atrapado entre las turbulencias de dos imperios en confrontación, a los que ligó su suerte, y bajo cuya onda expansiva fue pisoteado y triturado, víctima del sino de compartieron tantos otros estados menores durante la convulsa Europa del siglo XX. La visión en clave demasiado local es, acaso, el punto flaco de este libro, que es también la fotografía de un país a través de las vidas de algunos de sus más genuinos personajes del pasado siglo.

Los taxistas del zar: requiebro autobiográfico

Título: Los taxistas del zar / Autor: Joan Daniel Bezsonoff / Editorial: Barril y Barral / Año: 2011. EV.: Paladeable

“Los taxistas del zar” abriga el propósito de ser un viaje a los ancestros, a los orígenes rusos del autor, pero vira demasiado a menudo a lo personal, tornándose a la postre en una suerte de autobiografía. Crónica del azaroso periplo de Mitrofan, trasunto del de tantos otros rusos blancos que recalaron en la no siempre acogedora Francia, la obra luce en el retrato más o menos acertado de la travesía vital de los Bezsonov, y en el  relato de los azarosos vericuetos que componen el destino de las personas, pero se amodorra un tanto en el motivo de la búsqueda de la propia identidad, una cuestión cuyo interés difícilmente compartirá el lector medio.