Aunque muy lejos del Royal Opera House, nos sentimos en su
patio de butacas, y miramos hacia arriba, iluminados los elegantes palcos,
mientras se va desvaneciendo ese murmullo que precede a los grandes momentos, y
Venera Gimadieva, nuestra Traviata de esta noche, aparece, ensimismada, en
silencio, en un rincón oscuro del escenario. Estamos en el salón de la bella
cortesana, y apreciamos el lujo del París de mediados del dieciocho que Verdi
quiso retratar con demasiada fidelidad en aquella ópera que iba a llamarse
Violetta, como su protagonista, y que terminó siendo un estrepitoso fracaso en
su estreno, en 1853. Sin embargo, ahora, 163 años después, miles de ojos
contemplan expectantes cada instante, como si, verdaderamente, asistieran no
sólo al espectáculo que, en realidad, contemplan, sino que presenciaran
igualmente el mito, y la alargada sombra de Alphonsine Plessis, la humildísima
hija del buhonero de Normandía que se tornaría, con los años, en Marie
Duplessis, la pasión secreta de la más alta aristocracia de la Ciudad de la
Luz.
¿Por qué, desde el principio, nos inunda esa inmensa empatía
hacia Violetta? Incluso al final del primer acto, cuando los invitados se han
marchado y entona ese “sempre libera”, y canta al deseo de vivir su vida día y
noche, saltando de un amor a otro, tenemos presente que trata de engañarse a sí
misma, y de tomar ese camino fácil, pero también vacío, de la liviandad…
¿Cuánto vale una vida? ¿Qué la hace digna u ordinaria? Cómo
todas y cada una de las almas que hay en la sala, Violetta tiene una última
ambición, la de que, también para ella, exista un amor verdadero, ese que la
haga feliz, que aun sabiendo tanto sobre ella, la ponga por encima y la elija
entre todas las demás.