sábado, 6 de febrero de 2016

Una raya en el agua



Aunque muy lejos del Royal Opera House, nos sentimos en su patio de butacas, y miramos hacia arriba, iluminados los elegantes palcos, mientras se va desvaneciendo ese murmullo que precede a los grandes momentos, y Venera Gimadieva, nuestra Traviata de esta noche, aparece, ensimismada, en silencio, en un rincón oscuro del escenario. Estamos en el salón de la bella cortesana, y apreciamos el lujo del París de mediados del dieciocho que Verdi quiso retratar con demasiada fidelidad en aquella ópera que iba a llamarse Violetta, como su protagonista, y que terminó siendo un estrepitoso fracaso en su estreno, en 1853. Sin embargo, ahora, 163 años después, miles de ojos contemplan expectantes cada instante, como si, verdaderamente, asistieran no sólo al espectáculo que, en realidad, contemplan, sino que presenciaran igualmente el mito, y la alargada sombra de Alphonsine Plessis, la humildísima hija del buhonero de Normandía que se tornaría, con los años, en Marie Duplessis, la pasión secreta de la más alta aristocracia de la Ciudad de la Luz.

¿Por qué, desde el principio, nos inunda esa inmensa empatía hacia Violetta? Incluso al final del primer acto, cuando los invitados se han marchado y entona ese “sempre libera”, y canta al deseo de vivir su vida día y noche, saltando de un amor a otro, tenemos presente que trata de engañarse a sí misma, y de tomar ese camino fácil, pero también vacío, de la liviandad…

¿Cuánto vale una vida? ¿Qué la hace digna u ordinaria? Cómo todas y cada una de las almas que hay en la sala, Violetta tiene una última ambición, la de que, también para ella, exista un amor verdadero, ese que la haga feliz, que aun sabiendo tanto sobre ella, la ponga por encima y la elija entre todas las demás.

Es Carnaval, como en el tercer acto, cuando la enfermedad va a arrebatar la vida a nuestra Violetta, y las alegres zarabandas de las calles se filtran en la mórbida estancia donde ella agoniza. La existencia de Alphonsine duró sólo 23 años. Murió un 3 de febrero, en el que, seguramente como ahora, las máscaras y danzas bufonescas celebraban precisamente la vida, el deseo de disfrutar lo efímero, los placeres mundanos. Igual que no hay oropeles en su tumba, el mundo pasa de largo por los falsos alardes que pudieran adornar nuestros días, y acaso, como ella, solo alcance a alumbrarnos, en nuestro último pensamiento, el implacable peso del amor que fuimos capaces de dar y recibir.