La mañana de mayo parece, más bien, de finales de invierno.
Apenas se asoma el sol trepando entre nubes, en el horizonte y yo me encomiendo
a iniciar el viaje que me llevará a atravesar la Península de sur a noreste. Si
este no fuera un viaje por la España interior, y aunque lo sea, no habría
mejores versos que los de Kavafis para arrancar la marcha. “Cuando emprendas tu
viaje a Ítaca, pide que el camino sea largo… Que muchas sean las mañanas de verano,
en que llegues, ¡con qué placer y alegría!, a puertos nunca vistos antes…”.
Hace tan solo una semana, me han llamado desde Andorra, Teruel, para
comunicarme una grata noticia, la concesión del segundo premio del XXIII
Certamen “Juan Martín Sauras”. No puedo encontrar mejor excusa para adentrarme
en esta España desconocida, de la que, a la postre, ya siempre llevaré algo
conmigo. En mi viaje atravieso, en transversal, la extensa Mancha. Los planos
poblachones manchegos quedan a un lado o a otro de la autovía, a discreta
distancia. A diferencia de lo que hallaré más tarde, aquí primero fueron los
pueblos y después el camino. Este camino, moderno y rápido que, en amplios
tramos, tiene escaso tráfico para ser una vía de comunicación entre Extremadura
y Levante. Pero no es esta tierra de paso de la que quiero hablar, en la que
quiero ponderar mis esfuerzos e impresiones. Quiero dedicar estas líneas a mi
trasiego por la que Sergio del Molino llamó la España Vacía, esa Celtibería tan
hermosa como desconocida que sale a mi paso en cada kilómetro que recorro.
La distinta dimensión del poblamiento se siente, de forma
especial al ingresar en la provincia de Cuenca. Aquí, el 87% de los municipios
está en riesgo de extinción, es decir, tiene menos de mil habitantes. Pronto
piso el asfalto de una vieja conocida, la carretera N-420. No es una vía más.
Con sus 808 kilómetros, es una de las carreteras más largas de España, pero
también de las más desconocidas. Se le ha llamado la Ruta 66 española, y se
construyó, literalmente, sobre los adoquines de una antigua calzada romana.
Discurre, de hecho, entre la localidad cordobesa de Montoro y la provincia de Tarragona,
siguiendo los pasos de la Vía Augusta, arteria esencial de la Hispania Romana.
Me viene a la memoria cuando, hace escasos años, descubrí sobre su asfalto el
hermoso Valle de Alcudia, en su tramo más sureño, y ahora vuelvo a seguir su
senda. Si hay una carretera ideal para perderse, para oler y transitar los
recovecos de nuestro viejo país, para disfrutar de mil rincones desconocidos de
esta querida Iberia, es esta columna vertebral interior. Bordeando las Torcas
de Palancares y Tierra Muerta, uno experimenta algo desconocido. En pleno día,
da igual la hora que sea, uno puede transitar kilómetros y kilómetros, a veces
cerca de un cuarto de hora, por una carretera en excelente estado de
conservación, con tres carriles durante amplísimos tramos, sin cruzarse con
ningún otro vehículo, sin atisbar ni siguiéndole, ni en lontananza, ningún otro
viajero que le acompañe. Por momentos, la sensación es surrealista y hasta
inquietante.
Los amplios llanos verdes junto al camino van dejando paso a
pequeños pueblos, como Castielfabib, con nombres que nos recuerdan que hemos
entrado en los dominios del valenciano. Estamos en el Rincón de Ademuz, esa
esquina de Valencia empotrada entre tierras manchegas y aragonesas. En línea
recta estamos apenas a 70 kilómetros del mar, y al coronar algún puerto parecen
llegarnos vagos efluvios del Mediterráneo que, hacia el este, baña las costas
de Castellón. Pero es solo una ensoñación. Viramos hacia el norte y entramos
pronto en la provincia de Teruel. Tratándose de un viaje literario, a uno le
agrada ser recibido por lugares con nombres tan sugestivos como Libros, pero,
de nuevo, no es más que una sugestiva coincidencia.
A diferencia de las tierras manchegas, que atravesábamos muy
de mañana, aquí fue primero el camino, esa vieja calzada romana, quién sabe si
asentada, a su vez, sobre un remoto sendero íbero, y luego los pueblos, como
Villel, poco más que un racimo de casas a uno y otro lado de la carretera. La
Antigua Posada es austera, pero sirve una sopa caliente de garbanzos y panceta,
y un lomo con pimientos verdes que reconfortan el ánimo e invitan a continuar. Antes de reemprender
la marcha, uno deja atrás a los parroquianos, en el pequeño comedor, y no puede
evitar imaginar la vida en este pueblo emboscado entre montañas, cuando los
días mengüen y la nieve empiece a caer. Incluso en pleno día, y en plena
primavera, uno los siente admirarse de la visita del forastero, y de oír su
acento andaluz, a buen seguro nada habitual por estos lares.
El Turia me acompaña zigzagueando al lado de la carretera. Es
un río hermoso, que baja suave, entre un boscaje discreto, que deja entrever su
corriente acompasada. A uno le cuesta creer que este sea el gran río de
Valencia, pero es que, dicen, su caudal varía incluso de forma sorprendente a
lo largo del año, cuando los ingentes aportes de nieve vayan derritiéndose a
medida que progresen las estaciones.
En Perales de Alfambra el terreno se hace llano de nuevo y el
viajero ensaya a adivinar el origen de la toponimia. No le resulta difícil,
contemplando las tierras arcillosas que admira a uno y otro lado de la calzada –nuestra
inseparable N-420– y, más tarde, confirma que los árabes dieron al río que
circunda estas tierras el nombre de “El rojo”. No hace falta apartarse siquiera
de la carretera para echar un ojo a la Mezquita de Jarque, otro testimonio más
del dominio sarraceno por estos lares.
Atiborrado de kilómetros y cansancio, el viajero para y
pregunta con el ánimo de no perderse y llegar a tiempo al acto literario que es
la razón misma de este viaje. Los buenos samaritanos que encuentra le indican
amablemente, siempre con la inseparable coletilla, “no tiene pérdida”. Palomar
de Arroyos, Castel de Cabra, Gargallo, Crivillén, pueblos que salen al paso al
abrigo de las cumbres del Maestrazgo. El viajero, cree, se habría perdido
alguna que otra vez de no ser por estas impagables aclaraciones. A una hora
torera llega a Andorra, villa que es plaza importante y acogedora en esta parte
del Bajo Aragón. Apenas tiene tiempo de refrescarse y echarse un rato antes de
caminar hasta la Casa de la Cultura, donde le esperan gente que no olvidará. Ha
viajado a lugares y estado en actos de este tipo, pero le sorprende una forma
nueva de agasajo, la que se hace sumergiéndose en la obra que uno ha creado y
que le ha sido premiada. En ningún lugar recuerda este interés, este afable
homenaje a la razón de ser de este que escribe, que no es otra que la propia
literatura, y piensa, muy sinceramente, que ha merecido la pena atravesar la
vieja Piel de Toro para estar aquí. A la noche, en compañía de un compañero de
lides literarias y a la sazón premiado, tendrá ocasión de recorrer estas calles
tranquilas y hablar de lo divino y lo humano al relente de estas tierras altas,
en las que el mercurio desciende, recordándonos que no estamos en nuestro
lejano solar andaluz.
Al día siguiente, el viajero siente pena de tener que
abandonar este lugar al que los celtas llamaron la “Puerta de los Vientos”.
¿Puede haber un nombre más poético? Uno se lleva mucho de aquí. Entre otras
cosas, esos saludos espontáneos de la gente al forastero, al que no conocen de
nada, pero les visita, y eso, de alguna forma, es interpretado, por muchos,
como una especie de regalo, en esta provincia que se vacía lentamente y que
clama por seguir existiendo, y a fe que ha de conseguirlo.
Al emprender el camino, y por aquello de que, quizá, uno no
quiere terminar de irse, el viajero confunde la carretera, y va a salir al
vecino pueblecito de Alloza. Por las calles no se encuentra un alma, y uno se
ve necesitado de pedir, de nuevo, explicaciones. Aparca y toca en una puerta,
donde ha oído voces humanas. Enseguida, un hombre y una mujer de mediana edad,
a buen seguro matrimonio, salen y, reservados al principio, pero con una feliz
vehemencia después, aclaran la dirección y quieren acompañar, de hecho, al
viajero hasta la misma salida. Y uno, nuevamente, se siente colmado por este
gente sencilla, honesta y de verdad.