Nunca tuve mucho contacto con mi padre. A decir verdad, no
creo que fuéramos amigos. Es decir, yo no lo era por entonces, aunque me consta
que él si había hecho esfuerzos por serlo antes de que todo se chafara. Lo
recuerdo en su sillón de orejas, un hombre afable, con pobladas cejas que
parecían hechas como de pelaje de aguilucho, ojillos huidizos que a veces,
inquisitivos, se paraban sobre mí y por un momento parecían querer formular una
pregunta que al final, quién sabe cómo, terminaba por desbaratarse…
¿Por qué ha venido a mi memoria? Lo sé. Es ese castillo. He tomado el desvío
porque Bettina no paraba de llorar. Nunca le ha gustado el aire acondicionado,
pero es mejor que esta canícula, ¿cómo la pueden soportar? En Arnhem con
treinta grados ya hablamos de ola de calor… No he tenido más remedio que
adentrarme en la ciudad y buscar un sitio fresco para que zapatee un rato. Mano
de santo. Está claro que no le gusta viajar en coche. Al menos atada y como
mera espectadora.
Pero volvamos a la imagen, al castillo. A mi padre. Incluso
al nombre del lugar, Alcalá la Real, ahora lo recuerdo. De pronto, mientras
Bettina hace amistades junto a unos columpios, también me vienen, como una
catarata, otras fotos: una mancha de sirope de chocolate en mi vestido en un lejano
cumpleaños, el portazo vibrante tras una pelea, los ritmos de una canción de
Simple Minds a través de mis cascos mientras me estampo contra el suelo tras
caer de mi bicicleta… y entre toda esta viruta, paja indisociable del recuerdo,
ese castillo, o mejor dicho, el nombre de Alcalá y la vaga reminiscencia de una
estampa.
Me arrellano en la silla, las sombras comienzan a declinar y
no se está mal en la terraza. Mientras pido una Nordic Mist, saco la tablet del
bolso y confío en que haya wifi en el local. La hay y siento la alegría
disparatada y hueca de una niñata atolondrada al contemplar como en la pantalla
aparece, casi por ensalmo, aquel grabado. ¿Qué de qué hablo? Ni yo lo sé, pero
me contesta el Oráculo de Delfos, mi manera simpática de referirme a Google. Lo
que yo recuerdo, en la habitación de mi padre, erudita e inexplorada leonera,
es, en efecto, un grabado de Alcalá, un dibujo de un viajero romántico escocés.
Ahora sé que se llamaba David Roberts y que lo dibujó seguramente en 1833, en
un viaje tal vez inolvidable.
Ahora sé que sus ojos, plagados de zambras y leyendas de
bandoleros, lo exageraron todo, pero me gusta. La perspectiva me dice que llegó
a Alcalá la Real desde Granada, como he hecho yo, y que, casi de repente, tras
bordear una curva, yo en mi Crysler y él en carruaje, vio la estampa de la
fortaleza. Casi puedo ver a Roberts sacando la mano para alcanzar el pescante y
ordenar al cochero que se detenga en el pedregoso camino que le lleva a
Córdoba, que es, por cierto, el lugar al que también yo me dirijo, 180 años
después. Casi con ansia, se apoya en el estribo, y garabatea un boceto sobre
una cuartilla. Luego, a la luz de una palmatoria, tal vez unas cuantas leguas más
adelante, cuando la noche ya les ha sorprendido y han debido recogerse en
cualquier venta, imagina la fortaleza elevada, casi sobre el cielo, una especie
de Crac de los Caballeros, pero acaso aún más inexpugnable, rodeada de riscos y
gargantas, en esta otra frontera, no menos remota para un hombre del norte que
aquella que erigieron los cruzados en Tierra Santa.
Voy a por Bettina, que ahora no quiere bajarse del columpio.
Es curioso lo rápido que puede pasar el tiempo cuando uno se olvida por un
momento de que existe. Pronto comenzará a caer la tarde y no me apetece seguir
conduciendo. Pregunto por un sitio para quedarnos: a Bettina le encantan las
aventuras. En el fondo a mi también. Soy un poco como David Roberts y no le
haría ascos a una vieja posada con su patio y su pozo, su posadero y sus
habitaciones con camas de forja, techo de vigas y un coqueto aguamanil en un
rincón, junto a la ventana. Rio sola al recordar unos versos de Machado: “Entre
las rejas y los rosales / sueñas amores / de bandoleros galanteadores, / fieros
amores entre puñales? / Rondar tu calle nunca verás / ese que esperas; porque
se fue / toda la España de Mérimee…” Pero acabo teniendo suerte y encuentro
algo que me gusta. Una hospedería llena de imágenes taurinas que colma a la
inconfesada romántica que hay en mí.
Bettina y yo hemos dado una cabezada sobre una cama mullida
y grande como una era. Sentimos esa agradable sensación de pérdida, ese desvarío
horario que suele asaltarnos cuando sur y verano se conjugan, sobre todo para
unas almas luteranas y rectas como las nuestras. Salimos a la calle y las dos
nos alegramos de que sea de noche. Nos gusta la luz triste de las farolas que
acierta apenas a bañar la calle a nuestro paso. Vagamos sin rumbo, como es
preceptivo hacer en los lugares no marcados en el mapa. Caminamos arriba y
abajo, nos perdemos. Buscando el camino de regreso, de repente, hay algo que me
admira. Lo recordaré más tarde, muchos años después, con un pellizco en el
estómago, pero entonces no es más que un detalle extraño, incómodo diría. Como
cuando vuelves a ver entre la gente a una persona y presientes que no es casual
que esté ahí, que en realidad te sigue. ¿Pero cómo puede seguirme la placa de
una calle? Una placa que pone Doña Garoza.
Hemos cenado un helado y vuelto pronto a la habitación del
aguamanil. Saco de mi bolso mi cartera y cojo cualquier documento. El primero
que sale es un recibo de alquiler de una casa de Volendam. Vuelve a asaltarme
una sonrisa. ¿Por qué llevo eso encima todavía? Cuántas cosas guardamos que ya
no tienen sentido. Pero da igual, me alegro de encontrarlo. Me sirve para cerciorarme
de que es cierto, no estoy en un error. Como si hiciera falta comprobarlo.
Bettina Garoza Dolle. Bettina Garoza. Me dejo caer de espaldas en la cama, tras
soltar una suerte de suspiro. Bettina,
la otra, la pequeña, ya ha aprendido a encender sola la tele.
Nunca tuve oportunidad de enterarme de qué era eso. Es
decir, tuve, pero no me había interesado. Mientras mi padre conservó las ganas
de explicarme cosas del pasado, yo estaba demasiado ocupada en reinterpretar el
mundo. Luego, cuando ya lo había reinterpretado tantas veces que había ido a
parar más o menos al punto de partida, mi padre no estaba ya para contarlo. En
el colegio me había valido alguna que otra burla. Nadie entendía qué era eso de
“Garoza” y eran frecuentes las risillas. Pronto empecé a poner una G. en su
lugar y más adelante, nada, de tal forma que, sólo en los documentos oficiales,
aquello volvía a salir como una broma, un chiste tonto que formaba parte de mi
nombre.
Pero ahora sé que no es un chiste. Bettina se ha quedado
frita casi de repente, y aprovecho para bajar el volumen de la tele, aunque
luego lo pienso mejor y la apago. Me recuesto
apenas sobre la almohada y
enciendo otra vez la tablet. ¿Quién es Garoza? ¿O quién fue? ¿Y por qué están
esas seis letras en mi nombre? “Doña Garoza es hermosa, su alto cuello de garza
y el color de su piel denotan una belleza tal que el poeta se lamenta de su
hábito de monja: ¡Desaguisado fizo quien le mandó vestir lana!”. Juraría que
jamás he oído hablar de ese poeta, pero cambio pronto de opinión. También él
estaba allí, en el retiro umbroso, en la caverna libresca de mi padre. Juan
Ruíz, el Arcipreste del que me habla la pantalla.
Ahora es a mi padre a quien imagino. Barbudo mochilero por
España, endeble y alto, a la vera de una carretera secundaria, haciendo dedo,
presto a llegar a su última frontera. Al próximo pueblo, dan lo mismo los
nombres y las fechas. Pongamos Alcalá la Real. Pongamos mil novecientos setenta
y nueve. U ochenta. Es verano, igual que ahora, igual que cuando David Roberts.
Tras sortear la misma curva -¿tal vez subido en un Dyane 6?- ve ante sus ojos
el mismo castillo, y también él tiene el impulso de detenerse. El conductor del
Dyane 6 sigue hacia Córdoba y aunque sabe que no será fácil que alguien vuelva
a subirlo, prefiere quedarse.
Al igual que László Almásy llevaba consigo las Historias de
Heródoto en sus viajes en busca de la Gruta de los Nadadores, mi padre lleva en
su mochila un raído ejemplar del Libro de Buen Amor, en castellano, idioma que
apenas conoce. Dicen que a los holandeses se nos dan bien los idiomas, pero él
es la excepción que confirma la regla. De todas formas, eso no le supone una barrera.
Ha leído en algún sitio que tal vez aquí nació el Arcipreste y se queda tres,
cuatro días. Los suficientes para andorrear y ver reflejadas en cien rostros
todas las mujeres a las que el Arcipreste amaba. Pero, ¿por qué es Garoza la
que anida en su mente? ¿Quién es la Garoza de aquellos días en Alcalá que se
lleva en su recuerdo?
Por desgracia no podré ya saberlo. Pero sé que vio en mí, o
quiso ver, algo de ella. Me miro al espejo y sonrió haciéndome la interesante.
“Mi alto cuello de garza”. Bajo de la cama con un salto de gato para no
despertar a Bettina y me asomo al balcón hasta atisbar la calle solitaria.
Arriba, lejos, un pendón ondea soñoliento sobre una torre de la fortaleza, como
dando fe de una antigua frontera. ¿Y yo, qué frontera busco, la de mi misma?
¿Estaré a tiempo de volver a franquearla? ¿Me esperará todavía alguien al otro
lado? Me digo que nunca es tarde si aún queda algo que salvar y Bettina,
enfrascada en sus sueños infantiles, parece darme la razón. Por eso cojo el
teléfono y marco un número que había borrado, pero que no me cuesta nada recordar.
Es tarde, más de medianoche… pero hay cosas que no pueden esperar.