En el Café 34 bebo absenta, junto
a madame Armont. Para estos tiempos,
es una mujer de mundo, que me habla sobre los puertos de Siam y las maravillas
de Kioto. Fue tataranieta de un voivoda de Valaquia, pero hoy vive en un loft
con muebles rococó en un viejo edificio de la Rué Vinqueur, donde recibe, a
veces, al conde de Saint Germain.
¿Qué clase de dama es esa?, me
preguntan. Yo no tengo por qué dar explicaciones. Sólo ella sabe, en realidad,
sacarme, a rastras, de mi cubil oscuro, y llevarme a pasear por las ruinas de
Tarquinia, en tardes de sol y viento… a
qué bosques, a qué palacios altos me llevabas cuando nos encontrábamos… o remar hasta el castillo de If,
cualquiera de estos días, para llevar cartas de amor a Edmond Dantés, que alivien
su largo cautiverio.
Me gustan sus historias. La
escucho siempre un poco entre los efluvios de Baco. Es tan grácil y
encandiladora que le dejaría vender mi alma al diablo en noches como esta. Hoy
ha llegado tarde, como cada 23 de mayo, en que medita sobre las tres pruebas de
la inmortalidad del alma ante el oscuro altar de la iglesia de San Desiderio,
del todo huérfana de feligreses. Recuerdo que hoy es también su cumpleaños. Por
supuesto, como el misterioso conde, no tiene edad, y eso la hace mucho más
interesante.