lunes, 17 de agosto de 2015

Bettina Garoza (Obra ganadora del II Certamen de Relatos Cortos "Cursos de Verano de la UNED")


Nunca tuve mucho contacto con mi padre. A decir verdad, no creo que fuéramos amigos. Es decir, yo no lo era por entonces, aunque me consta que él si había hecho esfuerzos por serlo antes de que todo se chafara. Lo recuerdo en su sillón de orejas, un hombre afable, con pobladas cejas que parecían hechas como de pelaje de aguilucho, ojillos huidizos que a veces, inquisitivos, se paraban sobre mí y por un momento parecían querer formular una pregunta que al final, quién sabe cómo, terminaba por desbaratarse…

¿Por qué ha venido a mi memoria?  Lo sé. Es ese castillo. He tomado el desvío porque Bettina no paraba de llorar. Nunca le ha gustado el aire acondicionado, pero es mejor que esta canícula, ¿cómo la pueden soportar? En Arnhem con treinta grados ya hablamos de ola de calor… No he tenido más remedio que adentrarme en la ciudad y buscar un sitio fresco para que zapatee un rato. Mano de santo. Está claro que no le gusta viajar en coche. Al menos atada y como mera espectadora.

Pero volvamos a la imagen, al castillo. A mi padre. Incluso al nombre del lugar, Alcalá la Real, ahora lo recuerdo. De pronto, mientras Bettina hace amistades junto a unos columpios, también me vienen, como una catarata, otras fotos: una mancha de sirope de chocolate en mi vestido en un lejano cumpleaños, el portazo vibrante tras una pelea, los ritmos de una canción de Simple Minds a través de mis cascos mientras me estampo contra el suelo tras caer de mi bicicleta… y entre toda esta viruta, paja indisociable del recuerdo, ese castillo, o mejor dicho, el nombre de Alcalá y la vaga reminiscencia de una estampa.

Me arrellano en la silla, las sombras comienzan a declinar y no se está mal en la terraza. Mientras pido una Nordic Mist, saco la tablet del bolso y confío en que haya wifi en el local. La hay y siento la alegría disparatada y hueca de una niñata atolondrada al contemplar como en la pantalla aparece, casi por ensalmo, aquel grabado. ¿Qué de qué hablo? Ni yo lo sé, pero me contesta el Oráculo de Delfos, mi manera simpática de referirme a Google. Lo que yo recuerdo, en la habitación de mi padre, erudita e inexplorada leonera, es, en efecto, un grabado de Alcalá, un dibujo de un viajero romántico escocés. Ahora sé que se llamaba David Roberts y que lo dibujó seguramente en 1833, en un viaje tal vez inolvidable.

Ahora sé que sus ojos, plagados de zambras y leyendas de bandoleros, lo exageraron todo, pero me gusta. La perspectiva me dice que llegó a Alcalá la Real desde Granada, como he hecho yo, y que, casi de repente, tras bordear una curva, yo en mi Crysler y él en carruaje, vio la estampa de la fortaleza. Casi puedo ver a Roberts sacando la mano para alcanzar el pescante y ordenar al cochero que se detenga en el pedregoso camino que le lleva a Córdoba, que es, por cierto, el lugar al que también yo me dirijo, 180 años después. Casi con ansia, se apoya en el estribo, y garabatea un boceto sobre una cuartilla. Luego, a la luz de una palmatoria, tal vez unas cuantas leguas más adelante, cuando la noche ya les ha sorprendido y han debido recogerse en cualquier venta, imagina la fortaleza elevada, casi sobre el cielo, una especie de Crac de los Caballeros, pero acaso aún más inexpugnable, rodeada de riscos y gargantas, en esta otra frontera, no menos remota para un hombre del norte que aquella que erigieron los cruzados en Tierra Santa.

Voy a por Bettina, que ahora no quiere bajarse del columpio. Es curioso lo rápido que puede pasar el tiempo cuando uno se olvida por un momento de que existe. Pronto comenzará a caer la tarde y no me apetece seguir conduciendo. Pregunto por un sitio para quedarnos: a Bettina le encantan las aventuras. En el fondo a mi también. Soy un poco como David Roberts y no le haría ascos a una vieja posada con su patio y su pozo, su posadero y sus habitaciones con camas de forja, techo de vigas y un coqueto aguamanil en un rincón, junto a la ventana. Rio sola al recordar unos versos de Machado: “Entre las rejas y los rosales / sueñas amores / de bandoleros galanteadores, / fieros amores entre puñales? / Rondar tu calle nunca verás / ese que esperas; porque se fue / toda la España de Mérimee…” Pero acabo teniendo suerte y encuentro algo que me gusta. Una hospedería llena de imágenes taurinas que colma a la inconfesada romántica que hay en mí.

Bettina y yo hemos dado una cabezada sobre una cama mullida y grande como una era. Sentimos esa agradable sensación de pérdida, ese desvarío horario que suele asaltarnos cuando sur y verano se conjugan, sobre todo para unas almas luteranas y rectas como las nuestras. Salimos a la calle y las dos nos alegramos de que sea de noche. Nos gusta la luz triste de las farolas que acierta apenas a bañar la calle a nuestro paso. Vagamos sin rumbo, como es preceptivo hacer en los lugares no marcados en el mapa. Caminamos arriba y abajo, nos perdemos. Buscando el camino de regreso, de repente, hay algo que me admira. Lo recordaré más tarde, muchos años después, con un pellizco en el estómago, pero entonces no es más que un detalle extraño, incómodo diría. Como cuando vuelves a ver entre la gente a una persona y presientes que no es casual que esté ahí, que en realidad te sigue. ¿Pero cómo puede seguirme la placa de una calle? Una placa que pone Doña Garoza.

Hemos cenado un helado y vuelto pronto a la habitación del aguamanil. Saco de mi bolso mi cartera y cojo cualquier documento. El primero que sale es un recibo de alquiler de una casa de Volendam. Vuelve a asaltarme una sonrisa. ¿Por qué llevo eso encima todavía? Cuántas cosas guardamos que ya no tienen sentido. Pero da igual, me alegro de encontrarlo. Me sirve para cerciorarme de que es cierto, no estoy en un error. Como si hiciera falta comprobarlo. Bettina Garoza Dolle. Bettina Garoza. Me dejo caer de espaldas en la cama, tras soltar una suerte de  suspiro. Bettina, la otra, la pequeña, ya ha aprendido a encender sola la tele.

Nunca tuve oportunidad de enterarme de qué era eso. Es decir, tuve, pero no me había interesado. Mientras mi padre conservó las ganas de explicarme cosas del pasado, yo estaba demasiado ocupada en reinterpretar el mundo. Luego, cuando ya lo había reinterpretado tantas veces que había ido a parar más o menos al punto de partida, mi padre no estaba ya para contarlo. En el colegio me había valido alguna que otra burla. Nadie entendía qué era eso de “Garoza” y eran frecuentes las risillas. Pronto empecé a poner una G. en su lugar y más adelante, nada, de tal forma que, sólo en los documentos oficiales, aquello volvía a salir como una broma, un chiste tonto que formaba parte de mi nombre.

Pero ahora sé que no es un chiste. Bettina se ha quedado frita casi de repente, y aprovecho para bajar el volumen de la tele, aunque luego lo pienso mejor y la apago. Me recuesto  apenas  sobre la almohada y enciendo otra vez la tablet. ¿Quién es Garoza? ¿O quién fue? ¿Y por qué están esas seis letras en mi nombre? “Doña Garoza es hermosa, su alto cuello de garza y el color de su piel denotan una belleza tal que el poeta se lamenta de su hábito de monja: ¡Desaguisado fizo quien le mandó vestir lana!”. Juraría que jamás he oído hablar de ese poeta, pero cambio pronto de opinión. También él estaba allí, en el retiro umbroso, en la caverna libresca de mi padre. Juan Ruíz, el Arcipreste del que me habla la pantalla.

Ahora es a mi padre a quien imagino. Barbudo mochilero por España, endeble y alto, a la vera de una carretera secundaria, haciendo dedo, presto a llegar a su última frontera. Al próximo pueblo, dan lo mismo los nombres y las fechas. Pongamos Alcalá la Real. Pongamos mil novecientos setenta y nueve. U ochenta. Es verano, igual que ahora, igual que cuando David Roberts. Tras sortear la misma curva -¿tal vez subido en un Dyane 6?- ve ante sus ojos el mismo castillo, y también él tiene el impulso de detenerse. El conductor del Dyane 6 sigue hacia Córdoba y aunque sabe que no será fácil que alguien vuelva a subirlo, prefiere quedarse.

Al igual que László Almásy llevaba consigo las Historias de Heródoto en sus viajes en busca de la Gruta de los Nadadores, mi padre lleva en su mochila un raído ejemplar del Libro de Buen Amor, en castellano, idioma que apenas conoce. Dicen que a los holandeses se nos dan bien los idiomas, pero él es la excepción que confirma la regla. De todas formas, eso no le supone una barrera. Ha leído en algún sitio que tal vez aquí nació el Arcipreste y se queda tres, cuatro días. Los suficientes para andorrear y ver reflejadas en cien rostros todas las mujeres a las que el Arcipreste amaba. Pero, ¿por qué es Garoza la que anida en su mente? ¿Quién es la Garoza de aquellos días en Alcalá que se lleva en su recuerdo?

Por desgracia no podré ya saberlo. Pero sé que vio en mí, o quiso ver, algo de ella. Me miro al espejo y sonrió haciéndome la interesante. “Mi alto cuello de garza”. Bajo de la cama con un salto de gato para no despertar a Bettina y me asomo al balcón hasta atisbar la calle solitaria. Arriba, lejos, un pendón ondea soñoliento sobre una torre de la fortaleza, como dando fe de una antigua frontera. ¿Y yo, qué frontera busco, la de mi misma? ¿Estaré a tiempo de volver a franquearla? ¿Me esperará todavía alguien al otro lado? Me digo que nunca es tarde si aún queda algo que salvar y Bettina, enfrascada en sus sueños infantiles, parece darme la razón. Por eso cojo el teléfono y marco un número que había borrado, pero que no me cuesta nada recordar. Es tarde, más de medianoche… pero hay cosas que no pueden esperar.


Tarde en Wadi Sora (Seleccionado para su publicación en Purorrelato. III Concurso de Microrrelatos de Casa África)


¿Crees que de verdad nadaban?, me preguntas. Alzo la vista a la pared de piedra, la superficie abovedada de la cueva, mientras sigo notando tus ojos posados sobre mí, esperando una respuesta. Desde luego, es lo que parece. Allí, a tantos cientos de kilómetros del mar, decenas de ocres figurillas ondean pies y manos, como lo harían, tal vez, aquellos primitivos nadadores…

Te has adelantado, eres como un fino minarete, liviana alegoría de azabache. Es tarde, apenas queda luz, pero te acercas y miras las figuras. Sí, nadaban, dices. Cuando era pequeña, en Chad, olía siempre el agua antes de que lloviera, también en el arroyo de Djierja, muy lejos de mi casa. Ellos también la olían, me confiesas. Lo mismo que Abu Ramla.

Desde fuera los guardias de Wadi Sora nos llaman y advierten de que no toquemos nada. Hay trozos arrancados y grafiti,  que a buen seguro no son obra de Almásy ni de la expedición Frobenius. Siento en tus ojos un punto de nostalgia. Barruntas, casi, una cascada, el rumor lejano de Zerzura, el oasis de los pájaros, el sosegado rumiar de antílopes y oryx.

De vuelta, recostada sobre mi hombro tu cabeza, parecen filtrarse sobre mí tus pensamientos. De pronto enderezas tu cuello lentamente y me miras con tus ojos color café romano. Quiero volver. ¿A dónde?, digo. A Yamena. Quiero escribir de esto. Es demasiado bello. Tengo que contarlo. 

domingo, 12 de julio de 2015

Los invitados


Es reconfortante la visita de los amigos. La espera. Los detalles. Las copas limpias en el aparador. La larga tarde en la cocina, entre el olor de la carne macerada en vino blanco mientras se hornea lentamente. El recio aroma del eneldo y el jengibre, el cilantro y la hierbabuena. Los largos paseos hacia la bodega.

Antes, incluso, de que todo esté listo me colocó detrás de la ventana, las manos cruzadas en la espalda. Miro a un punto lejano en el camino, más allá de las gotas que repiquetean en el cristal. Hace una tarde oscura y fea, y entiendo la tardanza. Me acomodo en el sillón y escucho, como un cambio de guardia, el pulso del reloj de pared, ajeno a cualquier cambio.

Mucho más tarde vuelvo a la cocina. Con sumo esmero dispongo el soberbio asado en la bandeja. Lo contemplo. Huelo el recio condimento, la disposición de muslos y entrecots. Me inquieto casi, repaso, cuento. ¿Será suficiente para tantos invitados?

Afuera, como una oscura nube de ceniza, la noche se ha comido toda luz. Sólo el farolillo de la entrada arroja apenas un halo en la penumbra. De vez en cuando, junto al alféizar, aguzo el oído ante el lejano ruido de un motor o ante el fulgor de un faro que, como un haz de linterna que barre la estrecha carretera, arriba como un vardoger burlón, premonición del visitante que se hace de rogar, al que se espera...

Es reconfortante la visita de los amigos. La espera. Los detalles… El recuerdo de las afables despedidas. Las últimas risas bajo el dintel. Las admoniciones por las promesas incumplidas. Los besos. Los pasos apagados que se alejan. El crujido postrero de la puerta al entornarse…

Me alejo de la ventana. Hace frío y fuera la noche se enseñorea como una oronda capa cenital. Sobre la mesa, el asado, frío, me parece el recordatorio de una antigua masacre. Las copas intactas, una ofrenda pagana y olvidada. Las velas consumidas, el discreto testimonio de un fracaso. Pese a todo, tengo el orgullo de sentarme y esperar. En el viejo reloj, las manecillas bailan una danza galante hasta la tantas… Cansado, me levanto y me disculpo. Miro una última vez a la ventana. Tampoco será hoy. Me alejo, sin prisa, por el pasillo silencioso.