¿Crees que de verdad nadaban?, me preguntas. Alzo la
vista a la pared de piedra, la superficie abovedada de la cueva, mientras sigo
notando tus ojos posados sobre mí, esperando una respuesta. Desde luego, es lo
que parece. Allí, a tantos cientos de kilómetros del mar, decenas de ocres
figurillas ondean pies y manos, como lo harían, tal vez, aquellos primitivos
nadadores…
Te has adelantado, eres como un fino minarete, liviana
alegoría de azabache. Es tarde, apenas queda luz, pero te acercas y miras las
figuras. Sí, nadaban, dices. Cuando era pequeña, en Chad, olía siempre el agua
antes de que lloviera, también en el arroyo de Djierja, muy lejos de mi casa.
Ellos también la olían, me confiesas. Lo mismo que Abu Ramla.
Desde fuera los guardias de Wadi Sora nos llaman y
advierten de que no toquemos nada. Hay trozos arrancados y grafiti, que a buen seguro no son obra de Almásy ni de
la expedición Frobenius. Siento en tus ojos un punto de nostalgia. Barruntas,
casi, una cascada, el rumor lejano de Zerzura, el oasis de los pájaros, el sosegado
rumiar de antílopes y oryx.
De vuelta, recostada sobre mi hombro tu cabeza, parecen
filtrarse sobre mí tus pensamientos. De pronto enderezas tu cuello lentamente y
me miras con tus ojos color café romano. Quiero volver. ¿A dónde?, digo. A
Yamena. Quiero escribir de esto. Es demasiado bello. Tengo que contarlo.