domingo, 26 de agosto de 2012

Entre cielo y tierra: Islandia era esto

Título: Entre cielo y tierra / Autor: Jón Kalman Stefánsson / Editorial: Salamandra / Año: 2011 / EV.: Paladeable

Hay, sin duda, otra temperatura, incluso otro tempo, en esta narrativa nórdica que no para de colársenos por todas partes en la actualidad. Stefánsson logra aquí transportarnos a la recóndita Islandia de un siglo atrás, tierra extrema en la que el frío y el mar se turnan como permanentes amenazas en la durísima vida de los pescadores. Hay dos partes claramente diferenciables en este libro, manejadas también con distinta suerte por el autor. La primera consigue llevarnos en volandas en una barca de seis remos, apenas una tabla con forma de ataúd, un cascarón de nuez en medio de la tempestad, en medio de la que muere, románticamente, de frío, el joven Bárdur, por un olvido ligado a su amor por la poesía. Cosa curiosa donde las haya, pero que no quita verdad a la crónica, magistral, sobre la fragilidad de la vida de un hombre en un tiempo oscuro y en una tierra triste y desolada.

A partir de aquí, echado el peso del relato sobre los hombros del muchacho, personaje central que es, precisamente,  el único cuyo nombre no se menciona, la historia empieza a decaer, para entrar en una, por momentos deslavazada sucesión de pinceladas sobre las vidas e historias de una puñado de personajes en la pequeña población de Lugar. Historias que nos hablan de la caprichosa caducidad de las pasiones humanas, de la evanescencia de las ilusiones, de la ardua labor de hallar sentido a la existencia humana.

Sólo al final el relato vuelve a recuperar su buen pulso para concluir de forma digna, al calor de la “trinidad” de la Casa de Comidas de Geirprudur. Un libro cargado hasta las trancas de lirismo, poesía rociada a espuertas para hacernos entrar en calor y aislarnos del frío que parece entrar por las ventanas mientras leemos, y de lejos llega el restallar casi sordo de las olas en el fiordo, al sur de un país tan al norte del norte, que a duras penas existe.

sábado, 4 de agosto de 2012

La librería ambulante: no era tan difícil ser feliz

Título: La librería ambulante / Autor: Christopher Morley / Editorial: Periférica / Año: 2012. EV.: Recomendable

Por fortuna, la vida nos da, de vez en cuando, sorpresas como la que sostiene el argumento de “La librería ambulante”, porque, si no, ¿qué cosa más triste sería la vida, no? La señorita Helen McGill, que se había hecho ya a su sufrida vida de solterona al servicio de su hermano, literato rural, coge, de repente, sorprendiéndose a si misma, carretera y manta para lanzarse a la aventura, nada menos que con un desconocido, una especie de quijote errante, que lleva por rocín una librería en el interior de un carromato, exiguo espacio en constante movimiento en el que, en esencia, se desarrolla esta breve y magnética novelita. En ella se pone sobre el mantel una de esas disyuntivas que, alguna vez, todos hemos tenido, o soñado tener: la de elegir entre los almidones de una vida previsible y resguardada, o la de quemar los barcos para vivir, aun a costa de perder esa vida remansada, porque, como asegura Chris Stevens en “Doctor en Alaska”, de vez en cuando todos necesitamos hacer algo prohibido, para recordar que seguimos vivos. Pese a estar escrito con una especie de dulzona estética tardo-romántica, este librito de un gran Christopher Morley que hay, sin duda, que desempolvar, nos ayuda, sin mayores pretensiones, a reconciliarnos con la vida, que buena falta nos hace.

miércoles, 1 de agosto de 2012

En El Barco de Ávila, bajo la luna de los vetones

Tras recoger las ganancias de la generosa Sierra de Gredos, el Tormes llega caudaloso a la altura de El Barco, incluso en el mes de julio. Desde la ventana del hotel puedo oír su rumor mientras desciende en busca de continuar su aventura salmantina. El río pasa casi relamiendo el promontorio sobre el que se asienta un castillo tan bien plantado que parece quedarle grande el pequeño pueblo, cobijado casi a las faldas del cerro, al abrigo de los vientos de la llanura.




 La tormenta de verano que durante toda la tarde ha bailado alrededor de las cumbres se aleja después de descargar el agua a cántaros, y lejos, bajando las azuladas cumbres que se perfilan al fondo, con las últimas luces de la tarde, se desliza un lento alud de nubes por la ladera lejana. Pienso en cómo sería este lugar hace 2.500 años, cuando sólo un pequeño poblado de vetones habitaba en lo más alto del montículo, un lugar elevado, donde avistar la llegada de cualquier amenanaza, y cerca del río, que después de todo era la vida. Pienso en la pequeñez del tiempo, medido a escala de la vieja tierra o de la luna, a la que los vetones adoraban en noches como esta. El río Tormes era el mismo, el elemento del paisaje que menos ha cambiado. ¿Le darían un nombre aquellos rudos hombres y mujeres? ¿Qué era para ellos el mundo? ¿Qué sentían en las noches frías cuando el agua tamborileaba sin cesar sobre los techos tamizados de ramas de sus casuchas de piedra, sólo protegidos de la negrura inmensa por las paredes del castro?




El Barco conserva aún mucho de lugar de paso, tal vez porque lo fue durante largo tiempo. Por sus parajes transitaban, hacia el cercano norte de Extremadura, los ganados trashumantes de la Mesta, en busca de coronar el cercano puerto de Tornavacas. No es difícil imaginar a los curtidos pastores, con sus largas varas castellanas, reconduciendo el ganado que tantas veces debió pasar por el estrecho camino del puente románico, sobre el Tormes, en busca de los pastos del sur. El puente llama la atención por los altos y macizos muros, que no permiten el solaz de la contemplación de la bajada de las aguas, mostrando su pragmático carácter de obra hecha para servir y durar.



Es agradable trepar hasta los suaves prados aledaños al castillo para despedir la tarde, con un sol que se desmadeja entre nubes amenazantes. El castillo conserva una elegancia sobria, que trataron de adecentar los señores de Valdecorneja, haciendo de su interior un lugar habitable. Trato de imaginar también las lejanas noches, mejor resguardadas a las inclemencias del cielo que las de los ancestros vetones, en las que las habitaciones de las damas se reservaron mirando a la muralla que lindaba a la ladera castellana, y al otro lado del castillo, las de los caballeros, como en una ordenada y casta sociedad palaciega, en la que, sin embargo, debía haber también un estrecho resquicio para las pasiones. Un grupo de jóvenes se sienta sobre los escalones, o en la lisa hierba circundante. ¿Quién recuerda ya los nombres de aquellas damas y señores, quienes eran, donde yacen, donde amaron y vieron sus ojos la última luz?



Cuando la noche se cierra completamente, entre desapacibles ráfagas de viento y recios goterones, vuelvo a la mullida cama del hotel, al silencioso y confortable cuarto desde el que se alcanza el ahora solitario castillo, la rumorosa bajada del río, y es como si volvieran a sonar, de lejos, los ininteligibles cantos de los viejos vetones, bailando junto a la hoguera del castro; el rasgueo de rabeles de los pastores, apretando el paso tras el ganado hacia Tornavacas, o el sofocado correr de dos engalanadas sombras, hombre y mujer, por el corredor apenas iluminado con palmatorias que arrojan su danzante luz amarilla, encandilado el corazón de ella bajo las apreturas del brial, mientras se apresuran para no ser echados de menos en el baile, que ha comenzado hace un momento abajo, en el patio de armas, en otra remota noche de julio, como esta.