Cuando
oigo que alguien sube la escalera y camina desde el fondo del pasillo para
detenerse frente a alguna puerta, cuento hasta diez y espero dos suaves
golpecitos, los de tus nudillos carnosos sobre la madera, como quien porta un
secreto que solo puede compartir conmigo. Era enero, igual que ahora, y la
nieve cubría como un bozo la repisa de piedra junto a la ventana. «Qué ciudad tan adusta», recuerdo que dijiste, y yo reí,
sorprendida de tus progresos con el castellano. Pero las dos éramos unas
enamoradas de España desde mucho antes de estudiar en Cornell. «Adusta
no es la palabra», pensé entonces,
buscando un término que le hiciera más justicia. Tú abriste el libro que John
Dos Passos te había regalado cuando, tres años antes de su muerte, visitó la
facultad: Rocinante vuelve al camino.
Recitabas ese pasaje en el que Telémaco entra en Toledo, después de haber
caminado a pie desde Madrid. Todo debía ser tan diferente. Las dos nos lo
imaginamos conversando con tratantes y arrieros, llegando a la ciudad que lo
recibía con un trajín de acémilas y carros allá por el verano de 1922.
Medio
siglo después poníamos nuestras zapatillas sobre las piedras lisas, mirando las
sotanas de los magistrales que bajaban por la calle oscura. Olía a olla de
puchero y nos metimos en una de esas casas estrechas, con patio corredor, que
en su parte trasera guarecía una larga galería de habitaciones de huéspedes y
lo que, no hacía demasiado, debieron ser unas encaladas caballerizas. Qué poco
nos gustó que nos dieran habitaciones separadas, tan desacostumbradas como
estábamos a la lejanía. Por eso, a media noche, subías la escalera, caminabas,
te plantabas delante de mi puerta. Posabas blandamente los nudillos y esperabas
a que te recibiera.
¿Fue
aquella tarde con Dos Passos cuando habíamos pergeñado la aventura? Imposible,
había sido mucho antes. ¿Tal vez cuando supimos del viaje que, veinte años
antes, habían hecho Ernesto Guevara y Alberto Granado por el Cono Sur para
celebrar su licenciatura en Medicina? Pero, ¡qué sabíamos nosotras del Ché!
Recuerdo aquel grabado de Rourague, en la casa de Roschild, que nuestro padre
había sacado del Voyage Pittoresque En Espagne et en Portugal, de Emile Bégin. El
dibujo estaba hecho desde un camino de sirga, al pie del río; la ciudad y el
Alcázar elevados, como haciéndole cosquillas a un cielo vagamente salteado de
nubes. Teníamos diez años y una vez, de camino a Missouri, habíamos pasado por
Toledo, la ciudad de Ohio donde se montaban los Jeep. «Mira, la ciudad del cuadro», me
dijiste. «La ciudad del cuadro», repitió
papá, condescendiente ante la infantil cazurrería de su hija menor.
¿Su
hija menor? Bueno sí, yo había nacido exactamente ocho minutos antes. En
Roschild decían que no había dos mellizas más diferentes en el mundo. Adjunto
extracto de la nota que acompañaba a tu libro de escolaridad, en cuarto curso. «Del
todo desinteresada en las asignaturas de Ciencias. Distraída y contestona, acostumbra a engreírse en clase con
las compañeras. Empática y sensible con los animales. Algo desaliñada en el
vestir. Muy adelantada en lengua y geografía». Era cierto: eras un mico cuando
ya te entretenías en dibujar, como una costura, las crestas de los Apalaches en
el mapa, y cuando me dijiste que aquella en que estuvimos no era la ciudad del
cuadro. «Hay otra Toledo en Illinois, y otra en Arkansas, y otra en
Iowa. Y en Washington, e incluso otra en Oregon». Así que debiste pensar que aquella del dibujo tenía que
ser una de esas. Qué malicia gastaba al pensar que, a menudo, te quedabas en la
mitad de todo.
Aún no entiendo cómo aquella noche nos
aventuramos a salir. Eras amante de los presagios y por la tarde un alcaudón,
aterido de frío, nos había picado en el cristal. Ya oscurecido, una
estudiantina cruzó la calle parando brevemente bajo las ventanas con luz y tú
te asomaste, encandilada por los chicos ataviados con sus capas, jubones y gregüescos,
que llenaban la noche heladora con aquella música alegre de bandurrias, laúdes
y castañuelas. Entonces sacaste de la maleta los vestidos negros que
guardábamos para las grandes ocasiones y los estiraste en la cama, como
sopesando si estaríamos lo suficientemente locas como para salir a la
intemperie, embozadas con nuestros abrigos, con aquellos disfraces de sátiras.
Iluminadas por la lánguida luz de los
faroles, nuestras pisadas parecían dejar sobre la nieve la efímera estela de un
camino de hormigas. Creímos volver a oír la música de los trovadores callejeros
pero el silbido de la cellisca nos rondaba hasta desnortarnos por completo. Qué
fácil resulta perderse en este laberinto de callejas y cobertizos. A aquellas
horas solo ansiábamos el calor beatífico del mesón más humilde, la portezuela
entreabierta de una tasca que nos convidara a su seno. En lugar de eso, vimos
aquel peculiar trío de enmascarados. Faltaban varias semanas para el Carnaval y
nos sorprendió encontrarlos calle arriba, sobre nuestros pasos, como samoyedos
husmeando nuestro rastro bajo los mullidos copos. Uno vestía de cura, otro de
soldado de los Tercios, otro como aquellos médicos venecianos ocultos bajo su ganchudo
antifaz para mantenerse alejados de los enfermos de peste. Nos pareció, sin
embargo, que no había entre ellos algazara, sino que más bien, en silencio,
trataban, con más o menos ansia, de darnos alcance apretando el paso en la
costana, envalentonados por la complicidad que les confería la noche cerrada. Tal
vez por ello, al entrever la ojiva iluminada de aquel viejo portón, no dudamos
en parapetarnos en su zaguán.
Como si nos esperara salió a recibirnos. Un
hombre entrado en años, algo grueso, con el dedo índice levantado, creímos que
para pedir silencio. Aún no nos sentíamos del todo a salvo de los
trasnochadores faunos por los que nos habíamos sentido perseguidas e, invitadas
apenas con un gesto, accedimos a entrar en aquella morada escolástica en la que
todo parecía dispuesto para una velada frugal. «¿Quiénes eran esos hombres?», preguntaste entonces. Fuiste siempre tan cándida,
hermanita. Como si no hubiese cosas más apremiantes que saber. Como, ¿quién era
nuestro anfitrión? ¿Qué se celebraba y a qué debíamos tan inopinada invitación?
¿Nos habíamos colado así, sin más, en la mansión de un loco? «¿Es que no
oyeron hablar ustedes de la Orden de Toledo?»,
repuso él entonces. Nuestras cándidas caras debieron valer por una negación, ya
que nos hizo sentar una a cada lado de la estrecha mesa, antes de comenzar a
hablarnos.
Claro que habíamos oído hablar de Lorca y
de Buñuel, pero nos costaba imaginarlos, rodeados de vividores, arremolinados en
el patio de la Posada de la Sangre, vaciando los bolsillos en un almirez para
beberse todo el vino de la vieja corte antes de que el sol saliera. O pasando
la noche de vigilia, arrebujados en una sábana blanca, rondando las calles en
soledad o subiendo al campanario de la catedral para escuchar los cantos de las
monjas del convento de Santo Domingo en plena madrugada. Ante los obnubilados
ojos dalinianos de nuestro convidante, tú dijiste que siempre habías tenido a
Buñuel por un cineasta mexicano y a mí me resultaba imposible figurarme
borracho a aquel chico de Granada con cara de bueno y pelo engominado que una
vez había visto en imágenes mudas, y que me hablaba desde sus versos de ríos
con «barbas granates» o de «vírgenes con miriñaque» por las angostas calles del Albaicín. Y además, de aquello hacía más de treinta años,
¿qué tenían que ver los bufones que habían andado tras nosotras? «Oh, pero el tiempo a veces es blando como
una masa de pan, o como las galerías de un hormiguero, que tras largas travesías,
conducen a veces a la entrada después de un viaje circular», dijo sin mucho
sentido nuestro hospedero, al tiempo que acudía a un anaquel para echar mano de
un libro muy raído, con las solapas atadas con descoloridas cintas de organdí.
En
cuanto comenzó a leer, las dos recordamos el pasaje de El conde Lucanor y nos transportamos de inmediato a la hierba del
campus, cerca del edificio Bergson, allá por la primavera del 70. Habíamos
entrado en la biblioteca del claustro y tú cogiste el Manuscrito hallado en Zaragoza, mientras que yo tomé la vieja obra
de Don Juan Manuel. Qué mejor plan que pasar una tarde de solaz en aquel prado
urbanita en compañía del conde Jan Potocki y el duque castellano. Tú siempre
fuiste el corazón y yo el cerebro, tú el sentimiento y yo la razón, por lo que
te iba bien ese juego de babushkas
que representaba tu libro. Yo abrí mi alegórica obra por el Cuento XI, en el
que se narra «lo que aconteció a un deán de Santiago con don Illán, gran
maestro que moraba en Toledo». Enseguida abandonaste a tu conde para
acompañarme a la apartada cámara a la que don Illán condujo a su invitado para
instruirle en las artes de la nigromancia, en las que este quería versarse. Desde
el principio, don Illán recelaba de que el deán, una vez alcanzada mayor
dignidad, olvidase pronto los favores por él prestados, mientras que el
canónigo lo convencía de que jamás ocurriría tal cosa. Y desde aquel momento,
como viajando sobre una escoba, casi pudimos ver cómo llegaban los dos
escuderos que le anunciaban su nombramiento como arzobispo, y fuimos con su
cohorte a Santiago para asistir allí, más tarde, a la noticia de que se le
otorgaba el obispado de Tolosa, y cómo en Tolosa era nombrado cardenal y cómo,
una vez ungido cardenal, se le entronizaba finalmente en la silla de Pedro, y
todo ello postergando para nunca los discretos favores que don Illán le iba
pidiendo en su exitosa carrera, y terminar por ver cómo su mismísima condición
papal se desvanecía igual que lo hace un sortilegio, regresando al sótano apartado,
bajo las aguas del Tajo, en el que volvía a ser un mezquino deán.
Tú
siempre fuiste el corazón y yo el cerebro, tú siempre el amor y yo la
conveniencia. Lo fui ya en Cornell, cuando las dos cursábamos filología y tú quedaste
atrás. Por entonces mamá comenzó a guardar los vasos en el armario y las
toallas en la nevera, y a llamar a los lápices «palitos de escribir». Me
pediste ayuda pero, demonios, estaba tan cerca de lograrlo… Llegaban los
exámenes finales y, preparándolo a conciencia, mi expediente daría para conseguir
la beca de la Hispanic Society. Después de todo, tú habías tirado el curso por
la borda, estabas en mejor disposición. Y lo entendiste. Te ocupaste de ella
cuando fue olvidando los nombres de las cosas, incluso los de nosotras, pero me
volviste a llamar cuando ya no siempre podía levantarse o cuando comenzó a
confundir el wáter con el dormitorio. Pero por ese tiempo luchaba por la
cátedra. ¿Acaso tenías el don de la oportunidad? Era demasiado importante y no
podía permitirme distracciones banales o lo lamentaría. Volviste a entenderlo,
igual que lo entendiste cuando mamá murió y yo estaba en aquel congreso en
Quebec, y me excusé mandando aquel enorme ramo de magnolias —ciento
cinco dólares con ochenta centavos—. Luego, sí, te volviste rara y te
abandonaste. Te pusiste gordita y empezaste a usar felpa, como esas amas de
casa del Medio Oeste. A veces venías a verme y tomábamos un café, entre clase y
clase. Más tarde solo supe que estabas en Des Moines, con aquel novio tuyo. Eso
y la carta de un hotel, en la que se me avisaba de que fuese a recoger las
pertenecías que, al parecer, habías dejado. No le di importancia, pero fue
precisamente ese el último rastro que dejaste. Cuando, muchos meses después,
fui hasta aquel hotel, encontré una maleta de ratán llena de libros. Entre
ellos estaba El Conde Lucanor. Una
postal de santa Inés, adolescente mártir, marcaba el cuento del deán de
Santiago, y en su reverso, la palabra «Regresa» en castellano.
Y sí,
he regresado, ¿no es eso lo que me pedías? He deseado en este tiempo cambiar
tantas cosas, cambiar cada una de esas estaciones en que no estuve contigo, en
las que te fallé. Por eso vuelto, esperando que el tiempo sea blando y
moldeable, como una masa de pan, o como las galerías de un hormiguero, que a
veces te conducen al principio, en un viaje circular. Es 21 de enero, noche de
santa Inés. No hay nieve por las calles pero el frío bruñe las piedras con
gotas heladas. Camino por los mismos solitarios cobertizos, hacia la misma casa
que entonces visitamos. ¿Era acaso el mágico Illán el que nos esperaba? Me
detengo ante el portón sombrío. Si es circular el tiempo, sueño con encontrarte
en esta casa, sentada a aquella misma mesa. Don Illán volverá a leernos El Conde Lucanor, el cuento del deán de
Santiago, y yo no volveré a dejarte sola. Hay luz en la ventana. Alguien,
detrás, sostiene una palmatoria. Me mira, luego desaparece. En algún lugar de
la casona, una puerta se abre. Sonido de goznes y madera. Le oigo bajar,
despacio. Contengo la respiración aguardando que los sueños se cumplan.