domingo, 10 de enero de 2016

Almagro: con muchas tablas

Es domingo por la mañana y la Plaza Mayor aún no ha despertado. Sus soportales bañados de sol le reciben a uno con su austera belleza castellana. Siempre es un regalo a la vista su simetría hidalga, que invita a situarse en su centro y admirar sus ventanales o terrazas. Cómo no, uno ha venido a ver teatro. ¿Puede venirse a Almagro sin pisar el Corral de Comedias? Sería un sacrilegio. Tras el primer café, comienzan a regresar a la mente los recuerdos de la escena, sobre la que herederos de aquellos antiguos cómicos de la legua han compuesto un cuadro genuino: desde el patio y desde los estrados, un variopinto auditorio pone sus sentidos en el instante, como si no solo las tablas, sino también el resto del lugar en que se encuentra fuese parte de una representación perenne en el recuerdo.


Terminada la función, agradecidos rostros cruzan el zaguán antes de decir adiós a esa clase de cripta mistérica en que uno se desviste de la vida gris, para enrolarse en pendencias y amoríos que caen desde el Siglo de Oro por el conducto del tiempo, sin que sea precisa una máquina especial que te conduzca a los tiempos de Lope o Calderón. Luego es fácil buscar alguna buena ventana con vistas a la plaza, y junto a un buen valdepeñas, desentrañar las cuitas de los protagonistas, mientras se espacia el trajín de platos y de copas, y poco a poco las tabernas quedan solitarias y los transeúntes se desdibujan como sombras sobre el tristón empedrado.


Pero antes de irse a la cama hay que pasear, como perdido, por las calles anchas y entrever, en el silencio de las casas, algún cirio que recuerda que estamos en noche de difuntos. Solo entonces debe uno darse por contento. Ebrio de emociones y guiños de farola, uno vuelve a la alcoba para confesarse con el fondo de una campana soñolienta.