Otros tenían
una casa de madera construida en lo alto de un árbol o una cueva con sus
humedades y sus murciélagos, pero nosotros teníamos una mansión en ruinas con
su piano y todo. Cómo a nadie se le había ocurrido llevárselo de allí era una
pregunta que solíamos hacernos a menudo. Aunque terriblemente desafinado y
atascado de polvo, cuando, las tardes de los viernes, después de solazar
nuestra rabiosa juventud sobre el chirriante suelo de madera, nos entreteníamos
en recorrer los oreados cuartos, Viri solía adelantarse y, con esa solemnidad
jocosa de la que solo ella era capaz, se sentaba muy tiesa delante del
impresionante instrumento, y atacaba la Träumerei
de Schumann, recreándose blandamente en cada nota. Una vez, el verano anterior,
lo había hecho desnuda y sudorosa, mientras la luz de la Luna, en su cénit, se
filtraba sobre ella desde una claraboya cuyos cristales aguantaban sin
romperse el paso de los años. Ya no pude
desprenderme de esa imagen. Otras veces, con aquella acariciante música de
fondo, yo subía la escalera de caracol, hasta la segunda planta, donde hacía
inventario de los nuevos destrozos perpetrados por gorriones y estorninos.
Había algo
curioso. A Viridiana le había venido la regla dos veces en los últimos tres
meses mientras estaba tocando aquel piano. Pura ley de probabilidad, decía yo,
sin duda el más prosaico de los dos. Pero sabía muy bien que no acababa de
encajar del todo en el terreno de lo casual. Le segunda de aquellas ocasiones,
ella, sin embargo, pareció sentir respeto. Se retiró, serenamente, apartando el
raído taburete, y miró, tomando distancia, aquel extraño fósil musical, como
si, de alguna forma, hubiera recibido de repente alguna clase de inesperada
sintonía.