El viajero llega en esa hora casi en blanco, consagrada al
reposo o a la siesta, en una tarde tórrida de julio, al monasterio. El lugar,
con el fondo del monocorde concierto de chicharras que, en ese momento del día
llena los alrededores, muestra un aspecto lánguido, pero se alegra de ingresar
en sus estancias, frescas y asombradas, despobladas casi por completo de
visitantes, cosa que no puede sino agradecerse.
Es un lugar austero, solo el patio central, al que dan las
distintas dependencias, muestra una alegre paleta de colores, bella geometría
se arbustos floridos y setos que se muestran bajo la luz casi vertical, entre
las columnas que rodean un espacio silencioso, en el que parecen llegarnos
apenas los ecos de los largos paseos de los monjes jerónimos, claros hábitos
por los corredores ahora ausentes.
Entra más tarde el viajero en los aposentos reales, en los
que, nuevamente, vuelve a llamar la atención la ausencia de ostentación. Un
sitio, se hubiera dicho, destinado al adiós sosegado de un monarca, Carlos I,
agotado por sus ambiciones imperiales y sometido a la penitencia de su gota,
que le llegó a postrar en este último episodio de su vida. No hay aquí lujos,
pero sí mucho sentido práctico, como el que se admira en la silla –antepasado
del sillón relax de nuestros días- ideada para que el monarca permaneciera con
su pierna recta, amortiguando así los implacables dolores que, inmisericordes, le
proporcionaban en su batallado organismo los cristales de ácido úrico, o la
misma rampa que, desde el exterior, le permitía entrar montado a caballo hasta
las mismas dependencias en las que hacía vida… O la litera en la que el
emperador fue transportado en este, su último viaje, también un artilugio
extraño. Hay que imaginarlo, yacente casi, pudiendo apenas admirar,
ligeramente erguidos el torso y la cabeza, los paisajes agrestes que iban
quedando atrás, pasados los últimos puertos castellanos, evitando así la mortificante
experiencia que hubiera supuesto para sus articulaciones el traqueteo del mejor
carruaje sobre los innombrables caminos de esta apartada comarca en pleno siglo
XVI.
A esta hora sigue sorprendiendo al viajero la soledad del
edificio, y llega a preguntarse si es el único turista en recorrer la alcoba
del viejo rey, los pasillos y estancias más íntimas del todopoderoso jerarca,
del ideólogo de aquella primera Unión Europea… Se entretiene en pensar que hay
en este lugar más empleados que visitantes, pero le sosiega recordar que para eso
estamos pisando patrimonio del Estado, con lo que, por el momento, escapa tan
histórico edificio a las contriciones de la rentabilidad, la sostenibilidad y
otras zarandajas propias de pobres y privadas instituciones. Lleva el viajero
cámara en ristre, y comete la temeridad –nadie le ha advertido- de hacer una foto
a la mentada silla ergonómica anti-gotosa e, inmediatamente, el sutil chasquido
de un sensor antecede a la aparición de un guarda jurado, bigardo con cuatro
cuartas de espalda, que, en tono plano, amable apenas, con algo de marcial, le
anuncia que no está permitido sacar imágenes del interior. Una verdadera pena.
Por cierto que, semejante chivato electrónico hubiese hecho
las delicias de un habitual del monasterio, como fue el excéntrico y
sorprendente Juanelo Turriano, el ingeniero e inventor cremonense llevado por
Carlos I hasta su retiro de Yuste para contribuir al diseño del edificio y, de
paso, amenizar su a menudo sufriente vida con ingeniosos artilugios: autómatas,
relojes y Dios sabe que otras creaciones. En alguno de los lienzos que decoran las
dependencias se recoge al genio Torriani junto a otros miembros del séquito y
el mismo rey, entretenidos con uno de los juguetes salido de la casi inagotable
imaginación de Juanelo, en aquella época, uno más de los cerebros absorbidos
por la pujante España, que, tras ser más tarde incluso matemático real de
Felipe II, moriría en la penuria en la capital de aquel ingrato imperio,
arruinado y sin que su impresionante mecanismo hidráulico que durante décadas
trasvasó ingentes cantidades de agua desde el Tajo hasta la ciudad de Toledo,
le proporcionase más que ruina.
En aquellos últimos días toledanos, a Turriano tal vez le
pesaba en su alma otra de sus mayores equivocaciones, la que acabaría por
costar la vida a su gran valedor, Carlos I. Al terminar la visita, el viajero
contempla los bellos jardines que, en el flanco sur, bordean el monasterio, remanso de verdor y quietud a buen seguro frecuentado por aquel, su regio señor, y que sería también su sepultura. El que fuera hombre fuerte de la Europa de su tiempo
acabaría tumbado por un mosquito, elemental criatura capaz, no obstante, de
portar el paludismo que le condenó a terribles fiebres y sufrimientos en su
agonía final. Turriano no fue capaz de prever que aquellos bucólicos estanques
atraerían verdaderos enjambres de tan insignificantes insectos que
aligeraron la marcha al otro mundo a un hombre cuyo poder no sirvió para eximirle de los males comunes al más vulgar de sus súbditos.