Entre los recuerdos más indelebles que guardo de mi
niñez hay un cielo de octubre. Estábamos en la casa de campo, en las faldas de
El Torcal, cuando se desencadenó una de esas grandiosas tormentas que siguen, a
veces, a la estación seca. Llovió con furia durante media hora; las gotas caían
como pedradas, formando una cortina lisa, una especie de telón que cubría
campos y montañas. Después, de pronto, el estruendo cesó y el cielo volvió a
abrirse en un mosaico de nubes que decoraban el firmamento como el más
sobrecogedor cuadro impresionista. Los tejados tintineaban, aliviando aún los
regueros del vendaval reciente, pero emergía una calma que lo inundaba todo. El
cielo, simplemente, ofrecía un espectáculo que nunca, jamás, he vuelto a
presenciar.
Luego, con los años, siempre me han atraído los
cielos de cambio de estación. Los cielos de primavera, los cielos de otoño. He
pensado siempre que ahí arriba, de forma inopinada y gratuita, se nos ofrece un
asombroso pase donde las estelas de vapor nos brindan un espectáculo más
atractivo que cualquier eclipse, por muy solar y muy total que sea, aunque a
nadie se le ocurriría plantar su telescopio para apreciar con más precisión
semejante cosa. Paradojas humanas.
Qué identificado me sentí al descubrir,
recientemente, la Cloud Appreciation Society, creada en 2005 por Gavin
Pretor-Pinney, autor británico que ha dedicado grandes esfuerzos a plasmar su
pasión por las nubes. La Sociedad de Observación de las Nubes, como se la
denomina en español, cuenta hoy con cerca de 50.000 miembros en todo el mundo,
y centra sus esfuerzos en divulgar el significado, comprensión y aprecio por
tan excelso fenómeno atmosférico, al que la propia sociedad se refiere como “poesía
de la naturaleza” así como “expresiones de los cambios de humor de la atmósfera”.
No es descabellado trazar cierto paralelismo entre el
concepto de “estar en las nubes” y la experiencia ligada a cualquier conmoción
sensorial vinculada a la contemplación del arte o la belleza en cualquiera de
sus variadas formas. De esa tarde de mi niñez antes relatada, tras el
ensordecedor despliegue de los truenos y el centelleo de los relámpagos y los
rayos, conservo la imagen de los espectaculares cumulonimbos formados hacia el
este. Como formidables masas blancas a sotavento, supe luego que esas montañas
de aire cálido y húmedo llegan a sobrepasar los veinte metros de altura, aunque
a mí, en ese momento, me parecieran fascinantes gigantes aún más inmensos.
Carreras de cuadrigas sobre cielos de octubre, o
apacibles dunas arreboladas en los días en que se anuncia mal tiempo, blandas
sombras que corren vertiginosas sobre los trigales en las ventosas mañanas de
marzo, las nubes son el aliño de cielos azules o grises, pinceladas sobre la
bóveda celeste que invitan a soñar, meditar o, simple y llanamente, evadirnos
de las pesadumbres de aquí abajo.