He estado toda la santa noche mirando por la ventana. Me
parecía que aquel coche negro aparcado desde las diez, enfrente, junto a la
acera mojada, era otro de esos emisarios de la Lubianka que me perseguía,
esperando cualquier salida, por cualquier motivo, para darme su zarpazo, borrarme
del mundo a su manera, hacer que hasta las iniciales de mi nombre faltaran de
los anuarios del colegio y no hubiese nunca existido Poliana Betzarina.
El hotel es inmenso y gris, como un museo abandonado, en que
los visitantes-huéspedes esperan aterrorizados en sus suites el toque de unos
guantes de cuero sobre la puerta. ¿Por qué razón viaja? ¿En nombre de qué
agencia? ¿Cuál es el motivo de su estancia en la ciudad? Cierta información
contradice sus palabras... ¿Sería tan amable de facilitarme su pasaporte? ¿Ha
dicho usted que trabaja para..? ¿Lugar
de nacimiento?
Pero ha amanecido y ningún horrible nudillo ha golpeado
sobre la puerta de la habitación. A eso de las tres unas sirenas. Gente
uniformada cruzando la avenida. Un borracho bailando una polca en medio de la
calle. Una tos estridente en el pasillo. Casi me he orinado.
Cuando salgo a la calle llueve rabiosamente, como si el
cielo se hubiese descosido. Hay una transición al azul que baja de las nubes, ¿sutilísima
señal de la llegada de otro tiempo? 1982. No he visto nada. Desde el otro lado
a esto lo llaman “el telón de acero” y yo creo estar sentada en una butaca
apolillada, delante de un telón que no se abre nunca, mientras todas las obras
del mundo se ponen en escena.
He de hacer rápidamente mi maleta. Lo tengo todo pensado.
Nada puede fallar, creo… Cada paso. Cada mentira está ensayada. E incluso si
algo fallase, o si fallase todo, mi ánimo terminará siendo más fuerte…