jueves, 23 de junio de 2016

Transición al azul en una calle de Leópolis



He estado toda la santa noche mirando por la ventana. Me parecía que aquel coche negro aparcado desde las diez, enfrente, junto a la acera mojada, era otro de esos emisarios de la Lubianka que me perseguía, esperando cualquier salida, por cualquier motivo, para darme su zarpazo, borrarme del mundo a su manera, hacer que hasta las iniciales de mi nombre faltaran de los anuarios del colegio y no hubiese nunca existido Poliana Betzarina.

El hotel es inmenso y gris, como un museo abandonado, en que los visitantes-huéspedes esperan aterrorizados en sus suites el toque de unos guantes de cuero sobre la puerta. ¿Por qué razón viaja? ¿En nombre de qué agencia? ¿Cuál es el motivo de su estancia en la ciudad? Cierta información contradice sus palabras... ¿Sería tan amable de facilitarme su pasaporte? ¿Ha dicho usted que trabaja para..?  ¿Lugar de nacimiento?

Pero ha amanecido y ningún horrible nudillo ha golpeado sobre la puerta de la habitación. A eso de las tres unas sirenas. Gente uniformada cruzando la avenida. Un borracho bailando una polca en medio de la calle. Una tos estridente en el pasillo. Casi me he orinado.

Cuando salgo a la calle llueve rabiosamente, como si el cielo se hubiese descosido. Hay una transición al azul que baja de las nubes, ¿sutilísima señal de la llegada de otro tiempo? 1982. No he visto nada. Desde el otro lado a esto lo llaman “el telón de acero” y yo creo estar sentada en una butaca apolillada, delante de un telón que no se abre nunca, mientras todas las obras del mundo se ponen en escena.

He de hacer rápidamente mi maleta. Lo tengo todo pensado. Nada puede fallar, creo… Cada paso. Cada mentira está ensayada. E incluso si algo fallase, o si fallase todo, mi ánimo terminará siendo más fuerte…

sábado, 18 de junio de 2016

Poema hallado en las ruinas de Volterra




Hay un día remoto en que todo se ensombrece
Y hasta el azul del cielo se gasta y recordamos
Con nostalgia las pasiones devastadas.
Una tristeza pequeña se agarra a nuestros ojos
Y nuestra proporción de agua nos invade.
Imploraríamos entonces por una voz, un verso
Que nos golpee como un viento furioso.
Por un caudal nuevo de sonrisas
Que ponga letra a músicas antiguas,
Que nos invite a caminar por las calles los días de verano.
Y a soñar lugares que no existen
Y a desenterrar palabras olvidadas.
Y a embriagarnos con vinos olorosos.
Y querríamos que esa voz, ese verso, ese viento furioso,
Ese caudal nuevo de sonrisas
No fuera como la nube blanca de la tarde,
Efímero espejismo de vapor que se estiliza
Delgado trazo de pincel que se diluye comido por el tiempo. 

sábado, 11 de junio de 2016

La sangre del castillo



Un barril de vinagre se ha desprendido de un carro en algún lugar de la ciudad, y docenas de sans culottes sorben el líquido sobre las sucias piedras como si fuera un elixir. Hay una calma queda, se oyen disparos y algazaras. De vez en cuando, una evanescencia de pólvora tiñe el cielo de la noche. Huyen los nobles de sus heráldicas casonas hacia Marsella, hacia algún puerto que los aleje de las hojas afiladas.

En el castillo de Montgrú, la canonesa espera abstraída el último baño del día. Ha oído que el país anda alborotado. “¿Qué querrán esos miserables? ¿No les basta acaso con lo que les deja la pedregosa tierra? Yo misma les concedo un privilegio permitiéndoles habitar todo lo que me pertenece, porque incluso sus vidas son mías…”

Fuertes golpes de alabarda asaetean el portón. En la noche hay como un fulgor de fuego en las colinas, y puede adivinarse el olor de la ceniza. Entre las paredes del castillo, corretear de almas llevadas por el miedo. Un candelabro acarreado en volandas plasma sombras chinescas por las oscuras galerías. Pero, en lo más alto, la canonesa solo tiene oídos para la temblorosa vihuela que acuna su duermevela, mientras dos sirvientas calientan una bañera colmada con leche de diez yeguas, en la que ha de ablandarse su piel para mantenerse inmaculada y perfecta.

domingo, 5 de junio de 2016

La senda en el hayedo




Robert Musil decía que un bosque puede abrirse, pero su corazón siempre retrocede. A esta hora en que todo se apaga, me gusta venir aquí, al corazón del hayedo. ¿Han probado a dejar que la noche les envuelva en la soledad de un bosque? Toda nuestra fortaleza y nuestra seguridad se desvanece, y nos hacemos pequeños y vulnerables, como el más simple de los seres. El crujir distante de una rama o el ulular de un cárabo disparan nuestro subconsciente para envolvernos en un manto de temores y presagios.

Con mi farolillo me abro paso por una vieja senda. Antiguamente, mucho antes de que la luz eléctrica alumbrara nuestras casas y de que hubiese ninguna carretera, el estrecho camino unía, como una apretada galería entre la fronda, una aldea pequeña con otra algo más grande. Durante el día era frecuente toparse en ella con animados caminantes yendo de una a otra por cualquier razón. Sin embargo, por las noches debía haber una buena razón para cruzarla. En realidad, solo los enamorados y los desesperados osaban recorrerla en la negrura. Los primeros, movidos por el pulso pujante de los deseos del corazón, para ver a su amada, que los esperaba en la otra aldea. Los segundos, en busca de un médico, apremiados casi siempre por una vida que se extinguía.

Muchos de ellos vieron a Malvís, pero de formas diferentes. En ocasiones iba tocada con un hábito de monja, y al pasar junto a aquel que la veía decían que murmuraba una oración en una lengua extraña. Otras veces era una joven descubierta, hermosa y con los hombros desnudos, incluso en pleno invierno. Los había incluso que decían haberla rozado y que su carne era fría como los arroyos por los que baja el agua del deshielo. Pero todos ellos coincidían en algo. Tras el encuentro con la dama no volvían nunca a ser los mismos. Los miedos y los temores menguaban como la llama de una vela que se apaga, y el peso de la vida se hacía más liviano.

Por eso yo he vuelto esta noche a la vieja senda que atraviesa el hayedo. A esta hora en que el cárabo se descuelga de su rama y sobrevuela los claros entre la espesura. También yo quiero ver a la dama para que mi corazón lata tanto y tan fuerte que ya nunca más vuelva a sentir miedo.