domingo, 5 de junio de 2016

La senda en el hayedo




Robert Musil decía que un bosque puede abrirse, pero su corazón siempre retrocede. A esta hora en que todo se apaga, me gusta venir aquí, al corazón del hayedo. ¿Han probado a dejar que la noche les envuelva en la soledad de un bosque? Toda nuestra fortaleza y nuestra seguridad se desvanece, y nos hacemos pequeños y vulnerables, como el más simple de los seres. El crujir distante de una rama o el ulular de un cárabo disparan nuestro subconsciente para envolvernos en un manto de temores y presagios.

Con mi farolillo me abro paso por una vieja senda. Antiguamente, mucho antes de que la luz eléctrica alumbrara nuestras casas y de que hubiese ninguna carretera, el estrecho camino unía, como una apretada galería entre la fronda, una aldea pequeña con otra algo más grande. Durante el día era frecuente toparse en ella con animados caminantes yendo de una a otra por cualquier razón. Sin embargo, por las noches debía haber una buena razón para cruzarla. En realidad, solo los enamorados y los desesperados osaban recorrerla en la negrura. Los primeros, movidos por el pulso pujante de los deseos del corazón, para ver a su amada, que los esperaba en la otra aldea. Los segundos, en busca de un médico, apremiados casi siempre por una vida que se extinguía.

Muchos de ellos vieron a Malvís, pero de formas diferentes. En ocasiones iba tocada con un hábito de monja, y al pasar junto a aquel que la veía decían que murmuraba una oración en una lengua extraña. Otras veces era una joven descubierta, hermosa y con los hombros desnudos, incluso en pleno invierno. Los había incluso que decían haberla rozado y que su carne era fría como los arroyos por los que baja el agua del deshielo. Pero todos ellos coincidían en algo. Tras el encuentro con la dama no volvían nunca a ser los mismos. Los miedos y los temores menguaban como la llama de una vela que se apaga, y el peso de la vida se hacía más liviano.

Por eso yo he vuelto esta noche a la vieja senda que atraviesa el hayedo. A esta hora en que el cárabo se descuelga de su rama y sobrevuela los claros entre la espesura. También yo quiero ver a la dama para que mi corazón lata tanto y tan fuerte que ya nunca más vuelva a sentir miedo.