Un barril de vinagre se ha desprendido de un carro en algún
lugar de la ciudad, y docenas de sans
culottes sorben el líquido sobre las sucias piedras como si fuera un
elixir. Hay una calma queda, se oyen disparos y algazaras. De vez en cuando,
una evanescencia de pólvora tiñe el cielo de la noche. Huyen los nobles de sus
heráldicas casonas hacia Marsella, hacia algún puerto que los aleje de las hojas
afiladas.
En el castillo de Montgrú, la canonesa espera abstraída el
último baño del día. Ha oído que el país anda alborotado. “¿Qué querrán esos
miserables? ¿No les basta acaso con lo que les deja la pedregosa tierra? Yo
misma les concedo un privilegio permitiéndoles habitar todo lo que me
pertenece, porque incluso sus vidas son mías…”
Fuertes golpes de alabarda asaetean el portón. En la noche
hay como un fulgor de fuego en las colinas, y puede adivinarse el olor de la
ceniza. Entre las paredes del castillo, corretear de almas llevadas por el
miedo. Un candelabro acarreado en volandas plasma sombras chinescas por las
oscuras galerías. Pero, en lo más alto, la canonesa solo tiene oídos para la
temblorosa vihuela que acuna su duermevela, mientras dos sirvientas calientan
una bañera colmada con leche de diez yeguas, en la que ha de ablandarse su piel
para mantenerse inmaculada y perfecta.