sábado, 11 de junio de 2016

La sangre del castillo



Un barril de vinagre se ha desprendido de un carro en algún lugar de la ciudad, y docenas de sans culottes sorben el líquido sobre las sucias piedras como si fuera un elixir. Hay una calma queda, se oyen disparos y algazaras. De vez en cuando, una evanescencia de pólvora tiñe el cielo de la noche. Huyen los nobles de sus heráldicas casonas hacia Marsella, hacia algún puerto que los aleje de las hojas afiladas.

En el castillo de Montgrú, la canonesa espera abstraída el último baño del día. Ha oído que el país anda alborotado. “¿Qué querrán esos miserables? ¿No les basta acaso con lo que les deja la pedregosa tierra? Yo misma les concedo un privilegio permitiéndoles habitar todo lo que me pertenece, porque incluso sus vidas son mías…”

Fuertes golpes de alabarda asaetean el portón. En la noche hay como un fulgor de fuego en las colinas, y puede adivinarse el olor de la ceniza. Entre las paredes del castillo, corretear de almas llevadas por el miedo. Un candelabro acarreado en volandas plasma sombras chinescas por las oscuras galerías. Pero, en lo más alto, la canonesa solo tiene oídos para la temblorosa vihuela que acuna su duermevela, mientras dos sirvientas calientan una bañera colmada con leche de diez yeguas, en la que ha de ablandarse su piel para mantenerse inmaculada y perfecta.