Es reconfortante la visita de los amigos. La espera. Los detalles. Las copas limpias en el aparador. La larga tarde en la cocina, entre el olor de la carne macerada en vino blanco mientras se hornea lentamente. El recio aroma del eneldo y el jengibre, el cilantro y la hierbabuena. Los largos paseos hacia la bodega.
Antes, incluso, de que todo esté listo me colocó detrás de
la ventana, las manos cruzadas en la espalda. Miro a un punto lejano en el
camino, más allá de las gotas que repiquetean en el cristal. Hace una tarde
oscura y fea, y entiendo la tardanza. Me acomodo en el sillón y escucho, como
un cambio de guardia, el pulso del reloj de pared, ajeno a cualquier cambio.
Mucho más tarde vuelvo a la cocina. Con sumo esmero dispongo
el soberbio asado en la bandeja. Lo contemplo. Huelo el recio condimento, la
disposición de muslos y entrecots. Me inquieto casi, repaso, cuento. ¿Será
suficiente para tantos invitados?
Afuera, como una oscura nube de ceniza, la noche se ha
comido toda luz. Sólo el farolillo de la entrada arroja apenas un halo en la
penumbra. De vez en cuando, junto al alféizar, aguzo el oído ante el lejano ruido
de un motor o ante el fulgor de un faro que, como un haz de linterna que barre
la estrecha carretera, arriba como un vardoger burlón, premonición del
visitante que se hace de rogar, al que se espera...
Es reconfortante la visita de los amigos. La espera. Los
detalles… El recuerdo de las afables despedidas. Las últimas risas bajo el
dintel. Las admoniciones por las promesas incumplidas. Los besos. Los pasos
apagados que se alejan. El crujido postrero de la puerta al entornarse…