miércoles, 1 de agosto de 2012

En El Barco de Ávila, bajo la luna de los vetones

Tras recoger las ganancias de la generosa Sierra de Gredos, el Tormes llega caudaloso a la altura de El Barco, incluso en el mes de julio. Desde la ventana del hotel puedo oír su rumor mientras desciende en busca de continuar su aventura salmantina. El río pasa casi relamiendo el promontorio sobre el que se asienta un castillo tan bien plantado que parece quedarle grande el pequeño pueblo, cobijado casi a las faldas del cerro, al abrigo de los vientos de la llanura.




 La tormenta de verano que durante toda la tarde ha bailado alrededor de las cumbres se aleja después de descargar el agua a cántaros, y lejos, bajando las azuladas cumbres que se perfilan al fondo, con las últimas luces de la tarde, se desliza un lento alud de nubes por la ladera lejana. Pienso en cómo sería este lugar hace 2.500 años, cuando sólo un pequeño poblado de vetones habitaba en lo más alto del montículo, un lugar elevado, donde avistar la llegada de cualquier amenanaza, y cerca del río, que después de todo era la vida. Pienso en la pequeñez del tiempo, medido a escala de la vieja tierra o de la luna, a la que los vetones adoraban en noches como esta. El río Tormes era el mismo, el elemento del paisaje que menos ha cambiado. ¿Le darían un nombre aquellos rudos hombres y mujeres? ¿Qué era para ellos el mundo? ¿Qué sentían en las noches frías cuando el agua tamborileaba sin cesar sobre los techos tamizados de ramas de sus casuchas de piedra, sólo protegidos de la negrura inmensa por las paredes del castro?




El Barco conserva aún mucho de lugar de paso, tal vez porque lo fue durante largo tiempo. Por sus parajes transitaban, hacia el cercano norte de Extremadura, los ganados trashumantes de la Mesta, en busca de coronar el cercano puerto de Tornavacas. No es difícil imaginar a los curtidos pastores, con sus largas varas castellanas, reconduciendo el ganado que tantas veces debió pasar por el estrecho camino del puente románico, sobre el Tormes, en busca de los pastos del sur. El puente llama la atención por los altos y macizos muros, que no permiten el solaz de la contemplación de la bajada de las aguas, mostrando su pragmático carácter de obra hecha para servir y durar.



Es agradable trepar hasta los suaves prados aledaños al castillo para despedir la tarde, con un sol que se desmadeja entre nubes amenazantes. El castillo conserva una elegancia sobria, que trataron de adecentar los señores de Valdecorneja, haciendo de su interior un lugar habitable. Trato de imaginar también las lejanas noches, mejor resguardadas a las inclemencias del cielo que las de los ancestros vetones, en las que las habitaciones de las damas se reservaron mirando a la muralla que lindaba a la ladera castellana, y al otro lado del castillo, las de los caballeros, como en una ordenada y casta sociedad palaciega, en la que, sin embargo, debía haber también un estrecho resquicio para las pasiones. Un grupo de jóvenes se sienta sobre los escalones, o en la lisa hierba circundante. ¿Quién recuerda ya los nombres de aquellas damas y señores, quienes eran, donde yacen, donde amaron y vieron sus ojos la última luz?



Cuando la noche se cierra completamente, entre desapacibles ráfagas de viento y recios goterones, vuelvo a la mullida cama del hotel, al silencioso y confortable cuarto desde el que se alcanza el ahora solitario castillo, la rumorosa bajada del río, y es como si volvieran a sonar, de lejos, los ininteligibles cantos de los viejos vetones, bailando junto a la hoguera del castro; el rasgueo de rabeles de los pastores, apretando el paso tras el ganado hacia Tornavacas, o el sofocado correr de dos engalanadas sombras, hombre y mujer, por el corredor apenas iluminado con palmatorias que arrojan su danzante luz amarilla, encandilado el corazón de ella bajo las apreturas del brial, mientras se apresuran para no ser echados de menos en el baile, que ha comenzado hace un momento abajo, en el patio de armas, en otra remota noche de julio, como esta.