domingo, 23 de septiembre de 2018

Zumaia, donde el Cantábrico seduce al cielo



Qué cierto es eso de que la realidad empequeñece a la ficción. Cuando uno llega a la marinera Zumaia, y tras recorrer su ría, asciende hasta las altas colinas que otean el mar, aún no es consciente del sobrecogedor espectáculo que le espera. Debe primero caminar hasta los acantilados, que cortan la costa en láminas de piedra, como si un gigante hubiese picado el litoral cuando la Tierra era blanda y moldeable. Entonces la respiración se corta y uno padece ese mitificado mal que consiste en no poder digerir bien la belleza.

En Zumaia el Cantábrico se hace pleno, alcanza su madurez de mar, se hace excelso. Entabla, con sus armas de olas y viento, una sinfonía eólica que se estampa en las cimas, reverbera con sus acordes de espuma en las apartadas playas, en las que aguerridos bañistas desafían los embates del agua. El Atlántico se esquina en esta parte del mundo y nos regala un prodigio de majestuosidad. Las palabras, al fin, se quedan cortas: hay simplemente que ver, sentir, sentir despacio y dejarse calar hasta los huesos por este lugar que supura magia.


De noche, los faros del cabo Machichaco y de Guetaria barren la costa con su suave haz de luz. Al frente, pequeñas luciérnagas puntean el mar, son las barcas de aquellos que ganan el pan en las noches serenas, en que la fiereza de Poseidón duerme lejos, en el ancho océano. La inscripción de unos visitantes en los acantilados de Loiba, en Galicia, bautizó cierto mirador como “el banco más bonito del mundo”. Pero, ¿cómo se mide la belleza? En la pradera que se precipita al mar, ante el hotel rural Santa Klara, uno tiene el mismo sobrecogimiento de lo imponderable. En la madrugada, cuando el relente humedece hasta los sentidos, uno queda solo ante el sonido del mar, tumbado en la que debe ser, sin duda, “la hamaca más bella del mundo”, y casi siente la líquida blancura de la luna derramándose sobre la hierba mojada que rodea el promontorio. Entonces, en ese instante, uno cierra los ojos, y se abandona. Las estrellas, con una pureza casi arrogante, vigilan engastadas en una bóveda de cristal que parece al alcance de la mano. Y entonces, uno sueña despierto. Uno sueña con soñar siempre este momento.