viernes, 23 de diciembre de 2016

Misterios de Sintra



Cuando Eça de Queiroz publicó en 1870 “El misterio de la carretera de Sintra” no podría haber escogido un lugar más en consonancia con sus propósitos. A lo largo del verano de ese año, los lisboetas siguieron, en forma de folletín, la crónica policiaca del desconocido Doctor X. Hay que imaginar la sinuosa carretera que, en aquel tiempo, debía unir la capital con el que era ya retiro predilecto de la nobleza portuguesa, y añadir solo algunos elementos más para componer el escenario perfecto.

Pero, ¿cómo definir Sintra? Tras recorrer los melancólicos pasillos y estancias del Palacio da Pena, miramos, sobrecogidos desde las balaustradas suspendidas casi sobre el cielo, las verdes freguesías tendidas como un mantel a nuestros pies, en la distancia. Más al oeste parece llegar una reminiscencia del salitre del Atlántico, olores de maderas de las Azores varados en el aire que sube envuelto en nubes hasta aquellos riscos.

Ya a principios del siglo XIX, cuando el rey Fernando II, gran maestre de los Rosacruces, en compañía de su esposa, se enamoró del sitio, debía tener ese halo que invita a la permanencia y al regreso. Los bosques que poblaban la escarpada sierra fueron tomando la brumosa vestimenta de jardín inglés, para evocar más tarde los paisajes de Turingia de los que provenía el rey consorte.

Hoy Sintra sigue destilando misterio por todos sus poros. Si uno decide caminar sin prisa, ascendiendo entre musgosos muros de piedra, se corre inequívocamente el riesgo de padecer el síndrome de Stendhal, entre el sugestivo asalto de la belleza de palacetes y quintas, donde la aristocracia lusa encontró su cercano Shangri-La. Porque Sintra es, más que ninguna otra cosa, una fantasía romántica. Cautivar es lo que se deseaba en la Quinta de Monserrate, desde donde parece que nos llega todavía la música de una velada entre tintineo de copas, o en la de Regaleira, con su pozo iniciático, y su decadente rumor de agua.

No es difícil imaginarse, en el ecléctico Palacio da Pena, a la vuelta de cualquier esquina, a su última propietaria, la condesa de Edla, Elisa Hensler, una inquilina a la altura del lugar, exquisita habitante que, se dice, conquistó al rey tras la representación de “Un baile de máscaras”, de Verdi. Su matrimonio morganático fue, en realidad, uno de los episodios finales de la monarquía. El país respiraba ya otros aires, en los que los lugares encantados, como este, dejarían de ser patrimonio privativo de unos pocos privilegiados. Hoy miles y miles de visitantes llegan a Sintra cada día. Al despedirse de ella, casi todos coinciden en recordarla como una de las más bellas postales que ofrece este rincón meridional de la vieja Europa.